¿Quién decide lo que vemos en los museos?
Un museo decide comprar la obra del artista a una galería, por iniciativa de un crítico de arte que hace el papel del intermediario: el artista recibe una cantidad, el intermediario otra, y la galería, otra. El precio se incrementa un 300%, pero el artista sólo ha recibido una tercera parte de la cantidad pagada por el museo.
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Este artículo versa sobre la democratización de la cultura y sobre las malas prácticas generalizadas en el mundo del arte y la cultura. Porque quizás usted nunca se ha preguntado de dónde ha salido ese artista que hasta entonces no conocía, del que nunca había oído hablar y que de repente aparece expuesto en una gran muestra en alguno de los museos, fundaciones o centros de arte de su ciudad. Quizás nunca se haya preguntado usted tampoco por qué alguien ha decidido recuperar la obra, olvidada, de ese artista del pasado lejano o reciente, que ya estaba medio perdido en la memoria, o que quizás casi nadie conocía... Quizás desconozca que hay miles de artistas que no pueden exponer sus obras porque no encuentran espacios donde exhibirlas. No son mejores ni peores que los otros, los visibles. Es simplemente que nadie les da la oportunidad de hacerlo, porque no son famosos, no tienen un galerista que gane dinero con ellos, ni un representante que vele por sus intereses. En los últimos años, de hecho, se ha acuñado un adjetivo, "emergente", para definir a un artista, generalmente joven, al que no conocía nadie y que de repente "emerge" y se hace visible ante nuestra mirada, gracias a que alguien lo ha elegido para poder mostrar su obra de manera pública.
Pero volvamos al principio. ¿Cuántos museos, fundaciones, centros culturales y galerías de arte hay en su ciudad? En Madrid, por ejemplo, la ciudad en la que vivo, quizás más de doscientos. Pero cada uno de ellos es una isla que funciona de manera independiente, sin coordinación de ningún tipo con los otros. Tampoco funcionan de una manera transparente. No sabemos por qué el Museo del Prado, el Reina Sofía o el Thyssen, por poner tres ejemplos, deciden presentar a tal o cual artista en lugar de otro, ni en la mayoría de los casos, por qué han elegido a determinada persona como director. La mayoría de ellos casi nunca justifican sus decisiones, nadie les pide explicaciones de por qué hacen lo que hacen, por qué deciden programar una determinada exposición o por qué encargan una exposición a ese comisario y no a aquel otro. En general, funcionan de manera autárquica, poco democrática y transparente, con escaso diálogo y sin apenas intercambio de experiencias con el medio artístico circundante. Si un artista le propone una exposición a un determinado museo o centro cultural, generalmente le responderán con un desprecio más o menos manifiesto, que son ellos los que deciden quienes exponen o quienes no. Son ellos los que tienen el poder. Y eso en el mejor de los casos, porque en la mayoría de las ocasiones no recibirán ni siquiera una respuesta, ya que no están obligados a hacerlo. En el caso de las galerías, la respuesta casi siempre será que no tienen fechas disponibles.
Una galería de arte es un negocio privado, pero un museo es una institución que funciona con dinero público. Sin embargo, no parece que se sientan obligados a dar ninguna explicación de lo que hacen o dejan de hacer con el dinero de todos. Intuimos -a veces lo sabemos con certeza- que detrás de muchas decisiones existen intereses en promocionar la obra de tal o cual artista o de apoyar a una determinada galería que a su vez representa a un determinado artista, comisión mediante. El mundo de las comisiones y de los sobres también funciona, y mucho, en el circuito del arte, y esto todo el mundo lo sabe. Por ejemplo, un museo decide comprar la obra del artista a una galería, por iniciativa de un crítico de arte que hace el papel del intermediario: el artista recibe una cantidad, el intermediario otra, y la galería, otra. El precio se incrementa un 300%, pero el artista sólo ha recibido una tercera parte de la cantidad pagada por el museo.
En lo relativo a la elección de los artistas que exponer, recientemente un artista al que conozco, un hombre con un gran nivel, aunque no famoso, propuso a un pequeño museo de Madrid una exposición que estaba relacionada con el espíritu de su colección. El artista fue rechazado sin ninguna explicación. Es un artista con un amplio y excelente currículo, con una obra sofisticada, creativa y de gran calidad, pero el museo ni se molestó en darle un motivo para su negativa. Los museos se mueven a menudo por intereses de cromos: yo te doy esto si tú me das lo otro y cosas así. Si un artista sólo puede ofrecer "una buena exposición", pero ningún sponsor, en la mayoría de los casos no tiene nada que hacer.
Porque una particularidad especialmente cruel de este momento "de crisis económica" en el que vivimos (aunque yo hablaría más de crisis de honestidad y de valores) es que muchos espacios culturales exigen que las propuestas vengan patrocinadas. O sea que yo puedo presentar mi exposición, como artista o comisario, donde quiera -es un decir- siempre que venga apoyada por una empresa. De ese modo, el Ayuntamiento, la Comunidad o el Estado se ahorran una gran cantidad de recursos que pueden usar "en otras actividades más relevantes". Pero olvidándose que de ese modo dejan fuera a una gran número de actores de la cultura, que por el tipo de trabajo que realizan no son interesantes para las empresas que, generalmente, buscan propuestas comerciales que les puedan dar réditos publicitarios inmediatos. En esa línea, recientemente, el director de un importante centro cultural presumía con orgullo de haber conseguido a través de empresas un 70% de la financiación necesaria para el funcionamiento de su espacio. Yo lo llamaría un "sálvese quien pueda para la cultura", pero también para quienes la llevan a cabo. Esta forma económica de tomar decisiones, en base a la esponsorización privada, deja en manos de las empresas determinar quiénes tienen derecho a la visibilidad cultural y quiénes no. Porque esto mismo está sucediendo en A Coruña, Barcelona, Bilbao, Sevilla, Zaragoza o Valencia. Se trata de una forma generalizada de entender y crear cultura en este momento.
Pero ese no debería ser el camino. La financiación pública y la transparencia tendrían que ser reivindicaciones constantes. Porque queremos una cultura democrática y saber por qué se elige a tal o cual artista, curador o director para un determinado espacio cultural. Queremos que los proyectos se valoren por su interés, no porque vengan patrocinados por una empresa. Queremos que haya conexión y diálogo entre los espacios culturales, los museos, las fundaciones y las galerías de arte, con las escuelas de arte, los artistas, los comisarios, los expertos en arte..., pero a través de un diálogo transparente y público, no de uno basado en intereses económicos y en un intercambio de cromos. Me gustaría que todos los espacios dedicados al arte tuvieran una comisión de expertos que pudiera aconsejar y proponer, y que estos expertos fueran profesionales de la cultura, no amigos del político de turno que no saben nada de arte y que están ahí simplemente para obedecer órdenes de arriba.
Es lamentable ver cómo muchos museos y espacios culturales están muertos o a medio gas por falta de iniciativas interesantes para su desarrollo. Por falta de imaginación, transparencia o recursos que se desvían a otros fines. Por la carencia de unas políticas culturales adecuadas y por la ausencia de una profesionalización en la gestión cultural. Por cierto, una profesión esta, la de gestor cultural, aún poco valorada y sin embargo tan necesaria para que la cultura funcione de la manera en que debería hacerlo.