Las pequeñas 'matanzas' cotidianas
Todo comienza con un comentario aparentemente inocuo, como el que cuento en este artículo, un comentario machista más, deberíamos estar acostumbrados, ¿no? He escuchado tantos a lo largo de mi vida. Pero no, no lo estoy, no estoy dispuesto a recibir más golpes en silencio, ni más insultos. Porque puede ocurrir que después de los golpes o los insultos vengan otras cosas, como desgraciadamente ha ocurrido en Orlando.
Foto: ISTOCK
"Usted no puede viajar con su perro en el metro. Tiene que bajarse ahora mismo", me ha dicho al pasar por el andén un conductor que iba a incorporarse a su puesto. Yo le he escuchado perplejo, desde dentro del vagón, donde mi perro dormitaba plácidamente sobre mis piernas (dentro de su bolsa pero con la cabeza visible) y le he dicho que no pensaba irme. Cómo si no iba a volver al barrio de Tetuán, donde vivo, tras pasar el día cuidando de mi madre de 94 años, en San Fernando de Henares, como hago cada domingo llevando a mi perro Ratón, desde hace casi cinco años...
Lo que no me imaginaba era lo que iba a venir después... Primero dos guardias jurados vienen y me piden que desaloje, que salga del metro. Yo me niego, les digo que no, que yo y mi perro de tres kilos y medio -un pinscher miniatura- que viaja conmigo dentro de una bolsa de tela, no pensamos salir del metro. Además, tengo mi abono mensual en regla y no tengo otro medio de volver a mi casa.
Ellos detienen el metro, hablan con alguien por sus teléfonos y deciden, tras tener el metro parado varios minutos e intentar poner al resto de pasajeros en contra mía, que el metro siga y dicen que me expulsarán en Estadio Olímpico, donde estoy obligado a hacer un transbordo para continuar hacia Francos Rodríguez, que es la estación en la que habitualmente me bajo.
Cuando me apeo en Estadio Olímpico e intento pasar los torniquetes, para acceder al vagón en la vía de enfrente, uno de los guardias jurados tira de mí para intentar que no pueda pasar al otro lado, pero pese a agarrarme del brazo con fuerza consigo entrar. Una vez allí intento acceder al metro, estacionado en esa vía, pero los dos hombres me lo impiden usando la fuerza, impidiéndome de ese modo ejercer mi derecho a entrar en el vagón. Yo grito, ellos me zarandean y el metro se va. Cuando vuelve el siguiente intento cogerlo de nuevo, pero uno de ellos me coge por detrás, me reduce y me arroja al suelo, yo grito pidiendo auxilio, pero no acude nadie. Ellos representan a la ley, y si yo me enfrento con ellos, la gente piensa que soy un delincuente y que algo habré hecho.
A estas alturas yo creo estar viviendo una película de terror con dos vigilantes psicópatas dispuestos a cualquier cosa con tal de impedirme llegar a mi casa. Llevo una mochila a la espalda, un pequeño perro dentro de una bolsa, más una bolsa de papel con varios objetos y me veo arrojado al suelo con violencia y sin saber qué hacer, tratando de proteger a mi perro con mi cuerpo, preguntándome qué más estarán dispuestos a hacer para evitar que coja el próximo metro. Me levanto, con la poca dignidad que me queda y les digo que yo no me voy a ir y que llamen a la policía. Poco después llega un tercer vigilante jurado, con un aspecto todavía más peligroso que los anteriores. Pero todo había pasado ya y este se limita a hacer piña con los dos anteriores.
Finalmente llega la policía municipal, y con ellos, un poco de calma a la situación. Hablan con los vigilantes, me interrogan a mí, y media hora después, llega una inspectora del metro a la que le doy todos mis datos, para una supuesta multa. Entre tanto yo pido los datos a los vigilantes jurados, de cara a plantear una posible denuncia por malos tratos. Cuando le estoy copiando el número de placa del segundo vigilante (y para ello, me tengo que acercar a él porque no veo bien los números) el tercero, el de aspecto peligroso, el más chulesco, un hombre con los brazos llenos de tatuajes, dice en voz alta: "Te va a dar un besito". Le digo que le he escuchado y él me dice desafiante -da un poco de miedo su tono- que no se dirigía a mí. Y no, evidentemente no se dirigía a mí, se lo decía a sus compañeros para compadrear con ellos, creando un frente común, frente al gay que lleva un perro dentro de una bolsa multicolor, que no es la bandera gay, pero se le parece mucho porque tiene todos los colores del arco iris.
Escribir esto tras la matanza de Orlando, con cincuenta personas asesinadas en el mayor crimen homofóbo de la historia de Estados Unidos, me resulta casi impúdico, pero el homofóbico comentario de este guardia jurado me resitúa. Me hace recordar que todo comienza con un comentario aparentemente inocuo, como el de este hombre, un comentario machista más, deberíamos estar acostumbrados, ¿no? He escuchado tantos a lo largo de mi vida. Pero no, no lo estoy, no estoy dispuesto a recibir más golpes en silencio, ni más insultos. Porque puede ocurrir que después de los golpes o los insultos vengan otras cosas, como desgraciadamente ha ocurrido en Orlando.