Twitter, caballo de Troya

Twitter, caballo de Troya

"El problema de estas redes no es la indefinición de los delitos sino el anonimato existente, que crea impunidad"

El CEO de Tesla Motors, Elon Musk, en una imagen de archivo.EFE/EPA/CAROLINE BREHMAN

El establecimiento de Internet, inicialmente con fines militares, como malla global, a lomos de la digitalización y el desarrollo tecnológico, hacía previsible la creación de grandes plataformas abiertas de comunicación transnacionales que nos brindaran la posibilidad de formar parte de extensas comunidades con las que intercambiar conversación, ideas, propuestas, etc. Las dos principales plataformas, Facebook y Twitter (ahora X), son páginas en blanco en las que, cumpliendo procedimientos simples, podemos dialogar con la muchedumbre. Con las particularidades de que no disponemos de ninguna garantía de veracidad —el interlocutor en cada momento puede ser quien dice que es, un ente anónimo o un simple imitador con intenciones imposibles de averiguar— y de que las reglas de juego de este espacio común las imponen caprichosamente individuos particulares. En este momento, Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, y Elon Musk, dueño de Twitter, ambos multimillonarios hasta la náusea,sson los pequeños dioses que regulan los flujos comunicacionales de la humanidad. Unos flujos que dan cabida indiscriminada a todos, que no marcan límites a la libertad de expresión, que no verifican la veracidad de las informaciones, que no persiguen siquiera a los delincuentes que transitan por el espacio digital, provocando grandes destrozos, arrasando prestigios y famas, invadiendo privacidades, pulverizando inocencias, facilitando a los pícaros y malandrines sus tropelías y abusos.

No es exagerado decir que estad redes son hoy poderosas palancas que desempeñan un papel decisivo en el desarrollo de nuestro futuro global. Es un hecho que las redes sociales han influido y están influyendo en los procesos electorales de los Estados Unidos y, en distinto grado, de otros países, como el nuestro. Pero, además, actúan sobre nuestros códigos de valores. Por citar un sucedido cercano, hemos visto todos que tras el rapto de enajenación de un veinteañero trastornado en Mocejón (Toledo) que costó la vida a un niño, asesinado a puñaladas, se ha orquestado una siniestra campaña en twitter que pretendía atribuir este desmán a inmigrantes africanos, para reforzar así el rechazo a los extranjeros que predica la ultraderecha neonazi o neofascista de este país.

Estamos subidos a un carro de progreso imparable y no tendría sentido oponernos a este avance. Pero tampoco es lógico que nos resignemos por principio al dictado de determinadas elites que tratan, consciente o inconscientemente, de modelar una sociedad deshumanizada, sin principios, sin valores, sin la exigencia democrática que cabe reclamar en todo momento y en todas partes. En definitiva, no podemos consentir que estas fuerzas perversas y mendaces que quieren introducir mensajes de odio en los intersticios de nuestra sociedad campen por sus respetos, mientras la ciudadanía experimenta cada vez más desconcierto y zozobra.

Ante esta perversidad, el fiscal encargado de los delitos de odio y discriminación, Miguel Ángel Aguilar, ha propuesto prohibir en el Código Penal el acceso a internet o a las redes sociales a quienes cometen delitos de odio a través de dichas plataformas, con el objetivo político de promover la discriminación por razones xenófobas, homófobas o similares.

La iniciativa ha encontrad abundante eco, lo cual es admirable en los tiempos que corren, pero es evidente que no basta elevar el listón del rigor sancionador cuando se ha llegado a una situación como la actual. El problema de estas redes no es la indefinición de los delitos sino el anonimato existente, que crea impunidad. Los propietarios de las mismas, que las aprovechan para generar fortunas inabordables mediante la publicidad que sostienen, se basan en la globalidad de las mismas para eludir cualesquiera reglas de conducta que las encorsete. Y esta situación no puede ser tolerada por la comunidad internacional, que ha de exigir el debido control democrático, precisamente para impedir que las redes sociales sean escenario de innumerables delitos. A través de dichas plataformas, no solo se genera odio sino que se trafica con drogas, se comercia con seres humanos y se organizan clanes de maleantes que han encontrado en el sistema una gratificante invisibilidad.

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El remedio a semejante situación insostenible no es fácil pero sí posible: urge exigir el fin del anonimato y por tanto la obligación de identificarse fehacientemente para ingresar en una red social. Ya que los Estados solo tienen jurisdicción sobre su territorio, la trasnacionalidad de las redes obliga a grandes acuerdos internacionales, que no pueden aplazarse. Quien quiera tener voz, que se acredite. Y quien no lo haga, que quede relegado a la categoría infamante de fantasma inexistente.