El tercer capítulo de 'The Last of Us', gloria pura en HBO
La recomendación de febrero de 2023
Era el 17 de mayo de 2015. Unos cuantos amigos de profesión nos habíamos juntado para ver el que iba a ser el último capítulo de nuestra serie favorita hasta el momento, Mad men. No se había filtrado nada de nada, todo era una gran incógnita y lo único que sabíamos era que su creador Matthew Weiner había dicho que, sin lugar a dudas, no habría más temporadas. Tenía que irse por todo lo alto, eso lo sabíamos. Meses antes habíamos estado visitando una exposición sobre la serie en Queens, en el Museum of the Moving Image. Objetos, vestidos, la cocina de Betty, el despacho de Don, yo me lo habría llevado todo a casa en una maleta. No se podían hacer fotos, pero yo me salté a la torera la prohibición, con la consiguiente bronca del vigilante, e hice algunas. Por ejemplo, al maniquí con el vestido negro que Megan Drapper lleva en la estupenda secuencia de la canción Zou Bisou Bisou, esa delicia francesa de Gillian Hills, de 1961) cuando se la brinda a Don por su cumpleaños.
El caso es que allí todos adorábamos la serie. Yo no he vuelto a enamorarme igual de ninguna otra, no he vuelto a esperar con ese ansia, con ese desasosiego y con esa tristeza un final y diría que nunca más he vuelto a hacer fiesta de pijamas para ver terminar una ficción. Allí estábamos, Isabel, Alberto y Laia, dispuestos a deleitarnos, sufrir, ensombrecernos con ese último capítulo. Y allí que llegó el final, esa de Mad Men, con ese primer plano de Don Drapper, ya salido del abismo en el que había estado sumido, afeitado y supuestamente relajado, decidido a alejarse para siempre de su vida tumultuosa y de la vida febril de la publicidad. Don estaba de vuelta, hastiado y supuestamente de vuelta de todo… Llegaban los últimos capítulos, no podíamos creer que la serie fuera a tener un final ñoño y feliz, con un Don recuperado y dispuesto a llevar una vida convencional. Pero se acerca los últimos minutos y allí está, sentado en posición de loto de yoga, con ese om saliendo de su boca, junto a otros iluminados de esa especie de secta a la que se supone que ha ido para curarse de… todo. ¿De verdad iba a acabar así?, nos preguntábamos. Pero de pronto la cámara cierra a un primerísimo plano de Don, que con una media sonrisa, imagina, visualiza, el icónico anuncio de Coca-cola, sin duda una de las joyas de la publicidad de todos los tiempos, Es decir, Don volverá a las andadas y creará ese spot. Yo di un respingo y grité, qué cabrón, y nos emocionamos todo, enmudecimos, nos alegramos, nos emocionamos… Aquello era gloria audiovisual, íbamos a echarlo de menos, qué final coño, qué maravilla.
Cuento esto para contextualizar mi recomendación del mes. Hace ochos años de ese momento y habré visto centenares de series desde entonces. Sí, aunque parezca increíble, es así: yo me puedo zampar fácilmente siete u ocho series al mes entre las que he de ver por obligación, y las que veo por devoción (algunas las visiono, no las veo, que son conceptos distintos, eso también es verdad). En este tiempo he visto ficciones sutiles, corrosivas, sarcásticas, he visto momentos memorables, contundentes, certeros… Pues bien, desde ese final podría asegurar que no había vuelto a ver nada tan hermoso, tan emocionante y que me tocara tanto el corazón como el tercer capítulo de la serie de HBO, The Last of Us.
Que vaya por delante que yo renegué al principio de esta ficción (no me interesaba el mundo del videojuego del que partía, no sentía ese amor descomunal que veo que sienten algunos colegas hacia Pedro Pascal, me la pelaba bastante otra serie apocalíptica con muertos vivientes y toda la pesca. ¿O acaso soy la única que acabó harta, harta de The Walking Dead, y la dejó por imposible? Seguro que no).
El caso es que me puse a ver The Last of Us un poco por obligación y otro poco por curiosidad. De hecho esperé al estreno, no me fui a los capítulos que la plataforma envía para que los periodistas los veamos antes. Pasó el primer capitulo y bueno, bien, podía seguir. Me puse con el segundo y vaya, pero entonces, alertada por algunos amigos, y algunos internautas que animaban desaforadamente a ver el tercero, allí que me fui. Y entonces me rendí ante la belleza, la delicadeza, el mundo entero que cuenta desde un lugar que no es del de la serie ese tercer episodio. No había ni un diálogo que no significara algo, que no dijera algo contundente sobre nosotros, los seres humanos, sobre lo que sentimos, sobre política, sobre la tolerancia, sobre cómo renacer desde el absoluto hastío vital, sobre la capacidad y la fuerza del amor para cambiarlo todo… Menuda historia de amor preciosa, dentro del fin del mundo. Allí estaba ese tercer capítulo contando sin sentimentalismos banales, baratos, cómo en las situaciones más adversas hay esperanza de verdad, con mayúsculas. La escena de las fresas, por ejemplo: amor del bueno, la belleza pura, magia audiovisual. Esa pareja homosexual, tan dispar, al borde de la nada, queriéndose con el rojo de la fresa en la boca…
He seguido viéndola, y la serie es magnífica, pero ese tercer capítulo, esa ventana abierta al final, ese paisaje, esa última cena… esa semilla que brota… Todo eso se queda ya en mi retina con Don. Coca-cola y fresas.