Reciclar y pasear
Las elecciones del 28 pasado en el Estado son como para dimitir; la lástima es que no podemos.
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Las elecciones del 28 pasado en el Estado son como para dimitir; la lástima es que no podemos.
Sin ir más lejos, en mi ciudad ha ganado un señor —que siempre ha cobrado bastante más de 3.000 €— cuya última ocurrencia es que le parece que los árboles (una de las joyas de Barcelona) ensombrecen las calles y quizás deberían talarse unos cuantos (mira por donde un convergente emulando al arboricida Almeida, alcalde de la «pujante» capital). Un señor que se adscribe al himno de «¡A alambrar, a alambrar!» o, lo que es lo mismo, «¡A privatizar, a privatizar!». Un señor amigo del desenfreno del turismo porque, si no, «nos moriríamos de hambre»: pretende ser un dirigente pero no se le ocurre ninguna alternativa a esa plaga. Un señor que piensa, entre otras cosas, que los coches no contaminan.
Así pues, la salvación, las soluciones son difíciles si no nos las buscamos al margen. Tendremos que espabilarnos y ser autosuficientes si queremos menos coches, más árboles, menos contaminación, más respeto para las materias primas, menos desperdicio y residuos, etc.
Hago examen de conciencia y me dispongo a pensar si al menos reciclo lo suficiente, que es algo que en principio parece que depende sólo de mí.
No tengo coche ni segunda residencia (aunque me aprovecho de segundas residencias ajenas; ¿debería dejar de ir?).
En casa no tengo aire acondicionado sino ventiladores. Que mi postura proventiladores es minoritaria y en peligro de extinción me lo hace constatar los aparatos de aire que instala la juventud de la escalera mucho más preparada y con más conocimiento que yo sobre cómo el aire acondicionado espolea la catástrofe climática y de cómo calienta la ciudad. (Cuando veo además toda las luces permanentemente prendidas en sus casas, mi fe en la juventud se tambalea.)
En otro orden de cosas, gente muy amiga y muy querida usa las malditas y antieconómicas cápsulas de café aunque saben que el mejor residuo no es el que se recicla sino el que no se produce. Supongo que aquí entra en juego uno de los desmotores de la humanidad: la pereza. ¿Por qué abrir un tarro, buscar una cucharilla, medir café y agua, tener que lavar después..., si te lo ahorra la capsulita (posiblemente muy sabrosa pero más dañina que el café)? Quien las fabrica dice (vete a saber) que son «totalmente» reciclables (el mejor residuo es el que no se produce...). Me temo además que la pereza hará que muchas no se reciclen y contribuyan a hacer del planeta ese enorme contenedor de suciedad, caos y basura. La misma pereza que ocasiona que alguna gente no desmonte las cajas para poder introducirlas en el contenedor correspondiente y las deja tal cual fuera y sin cortarse un pelo. O no aplana el tetrabrik. Cada persona ponga aquí su ejemplo de pereza preferido.
En cuanto a los contenedores, tuve un pequeño cruce de cables cuando hace unos días una amiga me explicó que las bolsas de plástico no van al amarillo, es decir, a aquel que llamamos «contenedor del plástico», sino a la basura. En este orden de cosas, que útil sería que las empresas pusieran una indicación o un color de dónde deben tirarse cada uno de sus envases (reciclar, pues, no depende sólo de mí). Confieso que todavía tiro las bolsas de plástico al amarillo; confieso que los envoltorios redondos de las galletas de arroz, de maíz, a veces los tiro al papel y a veces van al plástico. Aún no sé de qué extraño humor depende; del criterio y el sentido común, seguro que no.
Estoy especialmente orgullosa de comprar el detergente de lavar los platos en garrafas de 5 litros (el aceite también, pero ya es más habitual). Me ahorro —además de dineritos— de usar y tirar al menos nueve envases por cada garrafa que compro, y tener que comprar detergente con más frecuencia.
Por el contrario, no sé si debería tirar las bombillas antiguas que todavía me quedan y sustituirlas por leds. Me resisto a tirar algo que todavía va y, la verdad, no sé qué es mejor.
Otro punto débil es el agua: ¡cómo me gusta remojarme! Recojo la fría en un cubo cuando abro la ducha, pero me pesco con el agua abierta cuando me enjabono, o cuando me lavo los dientes, y aquí sí que no existe la excusa del placer.
A veces, pocas, tomo aviones, sobre todo para viajar muy lejos. ¿Debería privarme de ello? Y compruebo, con cierto horror, que tumbada en el sofá leyendo los periódicos en la tableta, si me topo con un artículo interesante y quiero guardarlo, en vez de caminar dos metros y medio hasta el ordenador (que es donde los guardo) y bajármelo directamente desde allí, me envío el enlace por correo electrónico con el consiguiente desperdicio de electricidad. La perversión de las tecnologías.
Mi capsulita. Mi dosis de pereza.
Mientras rumio y hago propósito de enmienda, con las amigas, que, por cierto, nunca hemos ganado 3.000 € al mes (quizás porque somos mujeres y no «señoras», ni mucho menos «señores»), y eso que muchas hemos subido criaturas a nuestra exclusiva costa —y bien majas y apañadas que son—, cuando vamos al cine o cuando volvemos, cuando paseamos, constatamos una y otra vez que los pies nos llevan hacia la recién estrenada nueva vía verde, hacia calle de Consell de Cent, para que podamos deleitarnos con los árboles nuevos y nos sintamos amas y señoras de las aceras y de la calzada.