Polarización, mentiras: la tribalización de la política en la era de la polarización
Es lo que se ha denominado "futbolización de la política", que enfrenta a hinchadas gregarias.
A lo largo de 45 años de vigencia de la Constitución española de 1978 —casi medio siglo ya— han sido y continúan siendo muchas y muy profundas las transformaciones de la sociedad, acompasadas con la consolidación e incluso la erosión por el tiempo de su arquitectura institucional —"fatiga de materiales"—.
Pocos procesos o dinámicas ejemplifican tanto —y tan emblemáticamente— la profundidad y hondura de esas transformaciones como la polarización política. Y ello es así en la medida en que esta polarización extrema impacta sobre la convivencia y, consiguientemente, sobre la voluntad de continuar juntos en este proyecto común que sigue llamándose España.
Tanta polarización repercute en la radicalización de los discursos políticos y, en la medida en que las palabras que empleamos para describir la realidad acaban conformándola, también en la radicalización de las actitudes y de las posiciones que se confrontan y enfrentan en la dialéctica electoral y en la competición por el Gobierno y el poder (que no son la misma cosa, por más que se las confunda).
En estos últimos años se han producido en España algunas modificaciones mayores del paisaje político y del espacio de su representación. La mayoría de los análisis (Conventional Wisdom) sitúan en el abyecto manejo de la Gran Recesión (desatada en 2008) y su estrago social (exasperación de las desigualdades y olas de malestar y movimientos de protesta) el marco temporal del "fin del bipartidismo" (que, en todo caso, en España fue “bipartidismo imperfecto", yuxtapuesto desde siempre el eje ideológico a otro territorial o identitario con presencia siempre en las Cortes Generales) y la apertura de un nuevo ciclo de fragmentación parlamentaria (en torno a las "legislaturas fallidas" entre 2015 y 2019) que devendría en una etapa de bibloquismo, esto es, confrontación entre bloques incompatibles entre sí.
La característica crucial de este bibloquismo imperfecto reside en el predominio de las posiciones extremas en cada uno de los polos mutuamente intransigentes, sin espacio no ya para el entendimiento o acuerdo sino ni siquiera para la negociación o incluso para la conversación.
A la conversión del debate en un cruce de invectivas cada vez más ofensivas para la otra parte, crecientemente "derogatorias" de todas las aportaciones o propuestas distintivas (futuras, presentes, pretéritas) del otro polo de la confrontación, se suma la simplificación (léase "infantilización") de los mensajes comprimidos en unas redes sociales tribalizadas por los algoritmos de la selección de afines y de exclusión de cualesquiera opiniones alternativas.
De modo que ese lenguaje ha acabado redundando en trincheras cognitivas refractarias no ya a toda disglosia sino a cualquier sombra de duda, sospechosa de traición a las supuestas esencias de la pertenencia al bloque que se ha elegido. Es lo que se ha denominado "futbolización de la política", que enfrenta a hinchadas gregarias —como las que se profieren insultos, cuando no se agreden sin más en las inmediaciones de los estadios de fútbol—, indiferentes o refractarias a cualquier hecho o verdad que incomode, perturbe o perjudique esa furia de victoria -sin concesiones, sin cuartel, sin prisioneros- que anima a toda costa, rugientemente, a cada tribu frente a esa otra tribu que no es "rival" ni "adversaria" sino "enemiga", sin más.
Una síntesis de todas estas derivas, altamente preocupantes para la calidad democrática (toda vez que cuestionan la condición misma de posibilidad de una "deliberación democrática" basada en un intercambio racional de argumentos y propuestas) e incluso para la convivencia (y, consecuentemente, para la continuidad de España como país común de tod@s los español@s) reside, a la vista está, en la dificultad de un debate electoral entre las candidaturas a la jefatura del Gobierno en este contexto en que han pasado 45 años desde la Constitución del 78.
Si en toda la UE —y desde luego en los debates en el Parlamento Europeo (PE)— hemos puesto la vista en los peligros y amenazas para la pervivencia de la idea europea de democracia planteados por la desinformación, las fake news, los bulos y la intoxicación de la opinión pública mediante la difusión de falsedades no contrastadas, no menor ha sido nuestra insistencia en exigir, por un lado, de los actores políticos un esfuerzo activo por contribuir a la recuperación de los parámetros de racionalidad y de veracidad esperables de la comunicación política, así como, de otro lado, una estrategia consciente de alfabetización y educación digital (Digital Literacy) y de contraste de veracidad (Fact Checking) por parte de los usuarios de redes sociales, para mejor protegerse frente a la fuerza disruptiva de la falsedad y a la pulsión corruptora de la mentira en las redes.
Este preocupante síndrome de democracia amenazada o, sin más, herida de gravedad, empeora de pronóstico cuando alcanzamos un punto en que ni la verdad mi la realidad importan ya nada en absoluto, toda vez a que los gregarios tribalizados por tal jibarización y futbolización de la comunicación política ha dejado de importarles la diferencia entre lo cierto y lo falso, los hechos y las mentiras, habiendo optado por comprar acrítica y militantemente las mentiras que les placen porque acomodan sus prejuicios previamente elegidos, incluso con ferocidad.
Viene todo eso a cuento del debate entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo, en que este último pudo despacharse con cuantas mentiras quiso, en su Galope de Gish (Gish Galloping), sin que existiese atisbo alguno de moderación por parte de los supuestos moderadores impuestos por Atresmedia. Como tampoco, aún menos, un arbitraje que señalase y depurase las mentiras proferidas por el candidato Feijoo desde la presunción de que a su electorado esas mentiras no les parecen censurables en la medida en que se ajustan a sus apuestas políticas previamente asentadas.
En estas estamos, a esto hemos llegado. La ciudadanía española —sobre la que recae esa soberanía de la que, según la Constitución que cumple 45 años (art.1.2), "emanan todos los poderes" del Estado— tomó la palabra al respecto el 23 J.