‘Las niñas zombi’ o la memoria democrática de Beyoncé
El público supone aire fresco, como el que se respira en el patio de butacas del Centro Conde Duque de Madrid.
Es un placer sentarse en una butaca y encontrarse rodeado de un público que no es el habitual de un teatro. Lo que no quiere decir que no vayan al teatro, sino que acuden a otro tipo de teatro o espectáculos. Un público de aspecto hípster molón, cool, no tan joven como quieren aparentar pero sí más joven que el habitual de un teatro.
Suponen aire fresco, como el que se respira en el patio de butacas del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque. Un público que se reúne para ver Las niñas zombi de Celso Jiménez recientemente estrenada y con una cortísima temporada, aunque más larga de lo habitual para las obras que se suelen programar en este teatro. Quizás porque es producción propia.
Un público que se sienta a ver la historia de Celso, el abuelo del autor, director y hasta actor de esta obra. Historia que rememoran sus nietas en la casita de campo de su infancia y adolescencia. Ellas arriba, mientras sus padres se reparten la herencia del abuelo en la casa de abajo.
Una familia entregada a lo material, mientras ellas, las más jóvenes, se entregan a lo espiritual. Ojo, un espíritu envuelto en vino, cerveza y un picoteo. Allí se cuentan y se (re)encuentran. Se actualizan en sus dimes y diretes.
Se me ha olvidado decir que es de noche. Fuera no hace malo. Pero el bosque es oscuro. Y da miedo. Y la luna brilla llena sobre el tejado de la casita. Una luna que de alguna forma transforma a estas muchachas que están buscando su lugar en el mundo. Su (intra)historia personal en los tiempos que les ha tocado vivir.
Mientras, usan los discos del abuelo para poner la banda sonora a este momento. Una banda sonora vintage y analógica, de tocadiscos, que pone emoción a un mundo que ya no se entiende sin los móviles, Instagram y los mensajes de voz de WhatsApp.
Música que incluye a Juanito Valderrama, que canta No hay cazador que no mienta. Que curiosamente se encuentra en un canal de YouTube que tiene el nombre de La música del recuerdo. Digo lo de curioso, porque esta obra va de recordar. Hacer memoria de quién fue, quién era el muerto. Como este canal hace con un montón de cantantes ya desaparecidos y que tanto influyeron en la construcción sentimental y emocional de las generaciones anteriores.
Las protagonistas recuerdan la historia familiar. Hacen las sumas y las restas en esa historia por las que la herencia material del abuelo se debería repartir de una manera o de otra. Apoyando la posición de sus progenitores para cambiar la distribución tal y como se ha dejado en el testamento.
A ellas parece tocarles la parte lúdica. La de los veranos de su infancia, jo tía. En la que se contaban cómo les iba en la vida. Cómo habían cambiado sus intereses. Sus amores. Sus lugares. Ahora son adultas, saben un poco más de ellas y de las otras, pero la relación es la misma. Encasilladas en el rol que adquirieron de pequeñas.
Un grupo que vivía sus encuentros veraniegos como una aventura. Este no va a ser distinto. Gracias a ese abuelo que les enseñó a apreciar la música con sus gustos eclécticos que atraviesan décadas.
Y en el que gracias a ellas se coló el disco Dangerously in love de Beyoncé. Ese que incluía el superéxito Crazy in love y la invitación a bailar el Uh oh, uh oh, uh oh, oh, no, no (ow). Canción que proporciona uno de los momentazos de la noche cuando las tres se ponen a bailar que ríete tú, Beyoncé. Y que hace que quieras salir a la pista a bailar con ellas. Tres actrices jóvenes y buenas con la prosodia y las formas de teatro performativo contemporáneo. Y que en una sala de conciertos hubiera sido el momento de sacar los móviles, grabar y para compartir en la Red.
Son estas niñas, ya no tan niñas, las que bailan y se divierten, sí. Y, también, las que al rencontrarse con el espíritu aventurero veraniego de su reciente pasado, las que atenderán a la llamada de un desconocido. Un joven como ellas que les llama para contarles una historia del pasado de su abuelo.
Serán ellas las que acudan a esa llamada. Y las que, en una noche de niebla, como es la historia reciente española, en la que no hay intención ni política ni social de aclarar nada, recuerden un mundo en el que no todo fue baile. Sino que fue miedo. Y que hubo que esconderse. Disfrazarse. Pedir lo imposible y hacerlo posible como forma de seguir viviendo y poder conocer a tus nietas. En un ambiente que se le ofrecía a ese abuelo de forma poco favorable para la vida.
Un lugar que no era ruralmente cosy, como donde se han encontrado las tres. Sino húmedo, frío, nocturno. Que Celso Giménez ha sabido contrastar con belleza y hasta emotivamente con el actual, haciendo un cambio de escenario con desparpajo a la vista del personal.
Y donde todo parecía prosa y una posible película de Leticia Dolera, se vuelve poesía. La poesía del pasado dicha a la manera del presente en un espacio sonoro sorprendente y llamativo creado por Adolfo García. Micrófono incluido, ¡cómo no! Contada por y para todos aquellos que sean menores de cuarenta y tantos, por la fecha de nacimiento o por espíritu.
Muchos de ellos nietos de desaparecidos. Es decir, de personas que no se sabe si están muertas o vivas. Los no-muertos y no-vivos, a la vez. Seres monstruosos, al no ser una cosa ni otra, que lejos de parecer dragones se parecen mucho a nosotros. Sin serlo. Seres zombi cuyo linaje solo puede ser una generación zombi que ni está muerta ni está viva. De ahí que de tanto miedo al stablishment, el teatral incluido, no sea que los fagocite.