'Los nadadores diurnos (Salón de belleza)', o deseando amar en tiempos barrocamente contemporáneos
Quien no se deja someter, no lo disfruta.
Los siempre controvertidos José Manuel Mora y Carlota Ferrer llegan a las Naves del Español con Los nadadores diurnos (Salón de belleza), la continuación del éxito Los nadadores nocturnos. Y se arma el pastel. En el sentido de que todo el mundo quiere estar allí y verlo, y a la vez, no lo disfrutan.
Y es que la obra plantea un problema a quien la ve y la oye. El de ofrecer tradición y modernidad a la vez. En una mezcla en la que los elementos que la forman no se pueden separar. Un tipo de aleación alquímica medieval que no se lo pone fácil a nadie.
Ni a quien tiene que hablar o escribir sobre ello, ni a quien simplemente lo va a ver. Aunque los espectadores, al menos, pueden dejarse llevar. Como se dice en la función, para disfrutar hay que someterse. En este caso hay que someterse al texto y a la propuesta. Y quien no se deja someter, no lo disfruta. Quien se rebela contra esa petición se mantiene en tensión toda la obra.
Y es que esta producción ofrece demasiados aspectos sobre los que hablar, que puntualizar y adentrarse a mirar. En las que pararse y tomarse su tiempo. Aspectos que el consumo rápido de información y la exigencia de un juicio inmediato – esta sí, esta no, esta me gusta y me la como yo - no facilitan el espacio para reflexión no académica.
Tampoco lo facilita la actitud de entretenimiento que se está imponiendo en la capital, convertida en un parque temático en el que divertirse, más que en una ciudad para vivir, y vivirse. Una ciudad que parece tomada por el espíritu del Londres pre-Brexit. El mismo que ha llevado a esta capital a ser en la actualidad una de las más aburridas de Europa, o por lo menos eso dicen los que viven allí.
En esta situación, la creación de Mora-Carlota se convierte en una bomba atómica. Por un lado, de las propias convicciones. Pero, no éramos modernos ¿qué hacemos hablando de Dios, la religión, esas mandangas?
Por otro, del mundo que nos rodea. Pues ofreciendo belleza a raudales, lo que se muestra no es el mundo bonito, coloreado y conjuntado de Instagram o TikTok, ni el de las revistas del corazón. Tampoco retratan un mundo ordenado, de orden, de bien.
No, el mundo no es así. El mundo es confusión. Entre lo que se piensa bueno para uno mismo, las necesidades que se tienen y las distintas formas de satisfacerlas. De ahí la insistente referencia al clásico de Johnny cogió su fusil. De hecho, se proyecta esa escena en que el amante guapo idealizado vuelve después de mucho tiempo y le pide a Joan Crawford que le mienta. Que le diga todo lo que le ha echado de menos. Y ella no puede dar crédito de que después del tiempo que le lleva esperando sea eso lo único que quiera de ella. No la quiere de verdad, sino de mentiras y no contento con eso, además, se lo reprocha.
Es en este sentido en el que la obra se significa. Porque siendo todos unos personajes extremos, incluso, de mentirijillas, encierran verdad. Una verdad inasible. Difícil de contar o concretar en una palabra. En una imagen. En un titular.
No hay herramientas ni conocimientos que permitan más allá de reconocer la calidad de su elenco, de la capacidad de Carlota Ferrer para crear imágenes y saber ponerles la mejor música posible, de lo complejo y complicado del texto.
Por cierto, un texto que se rechaza por reiterativo y cultista. Como si eso fuera malo en sí. Para los que piensan de esta manera solo hay que recordar la música y el arte minimalista norteamericanos, reiterativo a más no poder, y lo que gusta y se disfruta.
Sin embargo, no hay una obra que beba más los vientos del acervo cultural español. Por su barroquismo. Hasta teatralmente. Construida como La vida es sueño, monólogo tras monólogo lanzados al público, como han podido comprobar las personas que vieran esta obra en el reciente montaje de Donellan en el Teatro de la Comedia. Y que da por preguntarse para cuando este tándem va a poner en escena Esto no es la vida es sueño, como hicieran con La Casa de Bernarda Alba de Lorca. Con eses montajes sí que daría la campanada la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
O para cuándo a Carlota Ferrer la van a llamar para dirigir una ópera. Conocimiento para imaginar la música derrocha y demuestra en Los nadadores diurnos. Desde esa larga coreografía a ritmo de Radiohead que ¡dan unas ganas de salir al escenario a bailar!, hasta ese breve solo de Alberto Velasco con un traje largo de lentejuelas azul bailando Luz de luna. Incluso esa procesión musical siguiendo la luz de unos fluorescentes, que parece una instalación en movimiento de Dan Flavin pensada o imaginada por el Castellucci del Réquiem de Mozart que se vio en el Palau de Les Arts de Valencia y en Aix en Provence.
Muchas personas dirán y todo esto ¿para contar qué? Mucha imagen, un texto excesivo (cuando solo ocupa 29 páginas) y poca chicha y limoná. Qué interés tiene la historia de estos descerebrados. De ese autor con necesidades de paternidad. Ese hijo con necesidades de padre. Esa madre y sus formas de amar a los extraños. Esa taquillera de cine porno y su necesidad de compañía. Ese hijo con necesidad de desembarazarse de su madre. Ese castellano-leonés y su necesidad de mierda y enmierdarse. Ese performer que se autolesiona en vivo y en directo. Ese Dios enfermo que necesita ser curado mediante la recuperación del vínculo con el mundo.
Seres excesivamente fracturados con cuyas historias es difícil identificarse. Si no fuera porque todos tiene debajo de sí el mismo sustrato. Su soledad. Esa sensación en la que faltan los otros. El amor, el cariño, la comprensión de los demás. Con los que reunirse, religarse, entorno a un mismo Dios que también está dañado porque ha perdido el cariño y el amor de los otros, de los seres humanos.
Una necesidad frustrada por el miedo. El miedo a esos mismos otros seres vivos. Lo que provoca una falta de cuidados provistos por otros, que conduce al autocuidado. Una forma de abandonar(se). Dejar de estar en el terrorífico mundo de los vivos, en los que hay que aprender a disparar, a defenderse. Pues la defensa es lo que permite estar con otros, lo que permite unirse como iguales, lo que permite someterse a ellos, a su amor, dejarse querer sin ningún miedo.
Para eso se va a un salón de belleza a plena luz del día. Para estar guapo o guapas, para que se nos vea de esa manera. Convirtiéndonos en personas atractivas, objeto y sujetos de amor. Como una forma de decir que estoy dispuesto a someter y someterme. A querer y ser querido.
El mensaje de un Dios, aunque no de uno cualquiera, aunque sí puede encarnarse en cualquiera. Un oscuro mensaje este del amor que significa pasar un umbral. Iniciar un viaje. Dejarse llevar. Al que Los nadadores diurnos invita a disfrutar a todas aquellas personas que pasen el umbral de las Naves del Español para reunirse, dejarse llevar y reparar juntos esos dos peldaños que llevan al cielo. Al menos, al cielo teatral.