La Europa transversal
"No cabe imaginar que Sánchez y Feijóo se abracen fraternalmente en proyectos comunes, pero conviene insistir en que tanta detestación que se profesan no es sino una grave anomalía".

Hace unos días, fue llamativo un reportaje distribuido por el PP en el que se veía al líder popular, Feijóo, departiendo amigablemente en Berlín con el líder del centro derecha alemán, Merz, que acababa de ganar las elecciones parlamentarias y que pronto estará al frente de una coalición de gobierno con los socialdemócratas y, probablemente, con los Verdes, para lo cual ha propuesto a sus posibles socios una reforma constitucional que facilite un mayor endeudamiento público que permitiría afrontar los retos que la primera potencia de la UE tiene planteados: rearme militar, inversiones en infraestructuras y tecnología, incentivos para la reactivación económica, etc.
Las fotos en cuestión eran graciosas porque en ellas parecía que los dos políticos, sonrientes y amistosos, dialogaban espontáneamente con franca naturalidad, algo cuando menos curioso ya que ni Feijóo tiene idea de alemán ni Merz sabe una palabra de español. Pero además de estos elementos risibles que nos recuerdan la familiaridad permanente entre la política y el teatro, si se alcanzaba un poco más de penetración en el análisis, se llegaba a la conclusión de que, aunque pueda existir realmente una cierta familiaridad ideológica entre ambos, sus caminos son completamente diferentes por lo que la complicidad que parecía desprenderse a simple vista de las medias sonrisas de los interlocutores, era pura y simple cortesía.
En efecto, Merz, líder de la Unión Demócrata Cristiana, estuvo a punto de tener una grave contrariedad política poco antes de las pasadas elecciones cuando tuvo la osadía de intentar que prosperaran en el Legislativo unas normas sobre inmigración apoyándose en la formación de extrema derecha, número dos en el ranking político, Alternativa para Alemania (AfD). La iniciativa legislativa fracasó… porque los propios correligionarios de Merz se negaron a votarla afirmativamente. Scholz había cometido uno de los pecados más horrendos en el país que alumbró el nazismo (y que pagó un altísimo precio por ello): incumplir su obligación democrática de interponer ante AfD el debido cordón sanitario, que en Alemania se denomina el "brandmauer", que literalmente significa "cortafuegos".
Merz tuvo que retractarse y gracias a ello pudo salvar los muebles, aunque la situación alemana, con AfD en lo más alto de su historia, es inquietante. Y por ello es improbable que Feijóo y Merz intercambiaran “experiencias”: Si en Alemania la AfD continúa aislada, en España VOX va de la mano del PP en varias comunidades autónomas y en cientos de ayuntamientos. Bien es verdad que ello ocurre con graves problemas para el PP que tiene que someterse a un ideario neofascista, racista, xenófobo, misógino, etc., proclamado con el mayor descaro. En otras palabras, el centro derecha español está más cerca de Italia y de Hungría en este asunto que de Francia y Alemania. Y nuestro modelo tiene mal arreglo: veamos por qué, si el lector no lo ha adivinado todavía.
El Alemania, el “brandmauer” no genera dificultades insalvables a la gobernabilidad porque los dos grandes partidos estatales están ya acostumbrados desde 1966 (con el canciller Kiesinger) a formar la “grosse koalition”, lo que limita la influencia de las minorías y salva sistemáticamente la estabilidad del país. El nuevo canciller de Alemania sumará un ejemplo más a esta lista de colaboracionistas, y es poco probable que, conociendo aunque sea superficialmente la política española, Merz intentara convencer a su interlocutor español de las bondades de la fórmula.
Y este es nuestro problema: aquí, aunque la Transición política discurrió con cierta elegancia -todavía se recuerdan las escenas del sofá que protagonizaban periódicamente González y Fraga, presidente del Gobierno y líer de la oposición- el PP y el PSOE se detestan profundamente, hasta bastante más allá del territorio puramente político. En esta legislatura, la relación se ha agriado hasta el punto de alcanzar y herir a los familiares de los protagonistas. El concepto de odio recíproco no es excesivo en nuestro caso, y esta situación de polaridad extrema otorga un peso excesivo, exorbitante, a las minorías radicales y extremas. Si el abanico ideológico del país se mantiene aproximadamente tal como está, el PP no arañará el poder si no pacta con VOX. Y si el PSOE no consigue el apoyo de las minorías nacionalistas y de la izquierda poscomunista, tampoco podrá aspirar a formar mayorías de gobierno.
El porqué nos pasa lo que nos pasa es un asunto que tiene ardua respuesta, pero parece claro que no supimos cerrar del todo las heridas de la guerra civil, que aflora subrepticiamente cada cierto tiempo. De cualquier manera, nuestro país tiene que buscar una solución pacífica y operativa a esta disfunción, porque el problema nos trasciende y engarza con los proyectos que hoy tantea Europa para consolidar su ontológica definición.
Los últimos sucesos provocados por la irrupción de Trump deberían habernos convencido de que la UE debe intensificar su dimensión federal, que ha de pasar por elevación a este nivel del ‘cordón sanitario’. No se puede prever completamente el futuro, pero sí es obligatorio tomar precauciones ante la peor opción: si en Europa la extrema derecha -la de Meloni, Orban, Le Pen, Abascal, etc.- mantiene o incrementa su fortaleza, las fuerzas democráticas -el centro derecha y el centro izquierda- deben unirse incondicionalmente para defender la democracia.
Parece claro que hoy no cabe imaginar que Sánchez y Feijóo se abracen fraternalmente en proyectos comunes, pero conviene insistir en que tanta detestación que se profesan no es sino una grave anomalía. La Europa del futuro tiene que acentuar la transversalidad gracias a la buena comunicación de las formaciones democráticas, dispuestas a cooperar tanto en la construcción del progreso cuando en el aislamiento de quienes, en el fondo, quieren retrotraernos a etapas felizmente periclitadas de la historia.