Kamala en Ucrania

Kamala en Ucrania

"No hay más remedio que convencer a Putin de que Occidente no solo no va a claudicar en Ucrania, sino que no está dispuesto a mantener a perpetuidad una guerra insidiosa que llena de dolor a un gran país".

Joe Biden y Kamala Harris se abrazan en el escenario de la Convención Demócrata de ChicagoBrendan Mcdermid

Como vicepresidenta de los Estados Unidos en la actual legislatura, Kamala Harris es hasta cierto punto corresponsable de la política de Biden con relación a Ucrania, invadida sorpresivamente por Rusia el 22 de febrero de 2022, ocho años después de la agresiva Independencia de la República Autónoma de Crimea y de la ciudad de Sebastopol declarada en marzo de 2014 y que convirtió a ambos territorios en la República de Crimea, con Rusia como «sujeto federal».

El conflicto, mucho más insoportable y doloroso para la pequeña Ucrania que para la gran Rusia, está estancado desde noviembre de 2022, entre otras razones porque Occidente está jugando a ello: hasta el momento, la muy importante ayuda prestada a Ucrania tiene por objetivo asegurar este estancamiento, es decir, garantizar la supervivencia del país agredido sin inflamar todavía más el incendio. El objetivo de Washington (y, por arrastre, de sus aliados), marcado por Jake Sullivan, el asesor de seguridad nacional de Biden, no es la victoria militar de Ucrania, que podría tener gravísimas consecuencias (la amenaza nuclear está al fondo), sino la preservación de ese estancamiento con vistas a una hipotética negociación. Discurre bajo el escenario la tesis generalizada de que últimamente las guerras no se ganan ni se pierden sino que se negocian, a veces durante muchas décadas (el caso de Oriente Medio es ilustrativa).

La guerra de Ucrania, que está causando una horrenda tragedia, no solo es un localizado conflicto regional sino que, zarandeado por la globalización, enrarece en conjunto de las relaciones internacionales y dificulta el logro de equilibrios fecundos entre las grandes potencias (la relación de China con Norteamérica, por ejemplo, está dañada por la confrontación entre Oriente y Occidente que tiene lugar en Ucrania). Por ello, no es razonable que Washington juegue a prologar ese estancamiento, proporcionando ayudas graduadas que aseguren que ni Ucrania caerá coma una fruta madura ni Rusia dará sobre la mesa el puñetazo nuclear. De entrada, hay que decir que los sátrapas nunca se arriesgan demasiado y Putin sabe que no sobreviviría a las bombas atómicas, lo cual es una garantía inmejorable para descartarlas.

Es prácticamente seguro que la guerra regional de Urania no tiene, efectivamente, una solución militar. Pero parece lógico pensar que la solución negociada solo llegará en términos aceptables para Occidente el día en que Putin se convenza de que Occidente está realmente en condiciones de ganar la guerra. Y, en todo caso, dispuesto a elevar la presión militar hasta asegurar que Ucrania no va a perder su envite.

Para que Moscú se percate de que Occidente «va en serio» en esta guerra, son necesarias dos actuaciones, que Kamala Harris debe poner en marcha, como línea de continuidad que no de ruptura. En primer lugar, Washington ha de salir de la ambigüedad y marcar unas claras reglas de juego. Un nuevo asesor de Seguridad Nacional ha de dejar claro que las armas proporcionadas a Ucrania pueden ser utilizadas para atacar las bases rusas desde las que se agrede a Ucrania. El derecho de legítima defensa de la Carta de Naciones Unidas así lo establece.

En segundo lugar, Europa debe acompañar esta firmeza con medidas financieras eficientes que alivien el esfuerzo norteamericano. Como ha escrito Anders Aslund, de la Universidad de Yale, Ucrania recibió de sus aliados unos 100.000 millones dólares en 2023 y recibirá aproximadamente otro tanto en 2024, pero para conseguir la supremacía militar, necesitaría unos 150.000 millones anuales que podrían extraerse de las reservas rusas congeladas por Occidente, dos tercios de las cuales se encuentra en el sistema privado Euroclear de Bélgica. De hecho, el Congreso USA ha aprobado ya una ley que autoriza al Departamento del Tesoro la confiscación de activos rusos congelados, y ha exigido a la UE que haga lo propio; sin embargo, la UE se ha negado por la negativa pusilánime de Francia y Alemania. Como ha escrito Aslund, “esta resistencia europea no tiene sentido. Si Rusia viola a diario el derecho internacional, el Kremlin no puede exigir de manera creíble la protección de ese derecho”.

En definitiva, se trata de que Occidente arrastre a Moscú a una mesa de negociaciones, y para ello no hay más remedio que convencer a Putin de que Occidente no solo no va a claudicar en Ucrania sino que no está dispuesto a mantener a perpetuidad una guerra insidiosa que llena de dolor a un gran país y entorpece los planes de futuro de la comunidad global. Kamala ha de convencer, en fin, a los rusos de que el Derecho Internacional no tiene alternativa y va a ser aplicado.