'Intelijencia', dame el nombre exacto de las cosas
El peligro no es la inteligencia artificial, sino la estupidez natural. Y de esa estamos sobrados.
Así, con jota y con un par, porque se emperró en ello Juan Ramón Jiménez y pocas labores son tan desalentadoras, créanme, como tratar de disuadir a un poeta de sus manías.
Dicen que Valle-Inclán escribía “hermita” (sí, con hache), y que cada vez que el tipógrafo se lo reprochaba, le respondía: ¡Es el campanario!
Supongo que a ninguno de ellos le gustaría tener que transigir con el subrayado en rojo con que el ordenador sanciona la falta de ortografía sin que le persuada de su delación ningún argumento de orden estético o cultural.
Tampoco arquitectónico.
Pero si el ordenador no se limitase a chivarse mediante una línea de color de la metedura de pata, sino que argumentara con florido lenguaje las razones por las que sus caprichos no tienen cabida, bien pudiera ser que con voz insinuante, ni el dueño de Platero ni el manco gallego soportarían tal brujería que solo sabe atentar contra su creatividad imperfecta y maravillosa.
Bienvenidos a la era de la inteligencia artificial.
Si hay algo que permite reconocer al ser humano más allá de cualquier duda es su querencia definida a la contradicción. Ni el más noble Miura se mete con tal alegría bajo el caballo imantado por el miedo y la pasión de lo nuevo.
Lo único que sé de informática es que, en un momento dado, hay que enchufar el ordenador para que funcione. Lo demás me parece magia malévola, diseñada específicamente para tocarme… la moral.
Así que pueden ustedes imaginar lo que siento cuando me comentan, como quien no quiere la cosa, que el amasijo de cables encerrado en una carcasa recalentada y chillona puede pensar por su cuenta y no solo hallar soluciones a problemas planteados, sino imaginarlos, proponerlos y desarrollar su propio modelo de realidad. Más allá de un primer momento de estupefacción, la novedad no llega a emocionarme tanto como a otros, que han tardado escasos segundos en descargarse la más famosa aplicación para someterla a interrogatorios algo heterodoxos (por no decir absurdos), al tiempo que declaran su temor a que los circuitos pensantes ocupen nuestro lugar, nos arrinconen y, como en las películas del robot de nombre impronunciable (en las que, curiosamente, interpreta a un robot), nos eliminen taxativamente y sin remordimientos.
No comprendo la compulsión que lleva a tantos a adquirir y utilizar cualquier artefacto tan solo porque ha sido fabricado, ya sea un programa de ordenador con intenciones ocultas, ya un sifón para nitrogenar cualquier vianda hasta destrozarla, ya una boina con contador de pasos y detector de cigüeñas incorporados.
Creo firmemente que solo me concierne lo que me concierne, y que bastante tengo con mantener mis intereses a salvo.
Aunque tampoco comprendo el miedo de los nuevos luditas (aquellos sectarios que, en el siglo XIX, destrozaron las primeras máquinas industriales, telares y cosechadoras, temerosos de que el vapor terminase con sus trabajos y sus vidas) que abogan por el abandono de la tecnología, utilizando, por cierto, las redes cibernéticas para difundir su mensaje.
Siglos después, los jemeres rojos insistieron en tal superstición contra el progreso.
Y así les fue.
No ha habido avance científico o tecnológico que no haya despertado el miedo y la ira de los profetas del Apocalipsis, desde la máquina de vapor a la energía atómica, desde el automóvil a la televisión, desde la máquina de rayos X al horno microondas. Y si bien es cierto que todo aparato tiene sus riesgos, especificados en indescifrables manuales de instrucciones, no lo es menos que nuestra vida ha mejorado más en los últimos setenta años que en toda la anterior historia de la humanidad: la medicina consigue hoy curaciones que no lograron siglos de oraciones, reliquias y ungüentos bendecidos; podemos llegar a cualquier destino con celeridad y comodidad jamás imaginadas por los viejos trashumantes; cultivamos y cosechamos donde ni los alacranes se atreven a vivir...
La naturaleza, es cierto, nos recuerda de cuando en cuando que no somos tan poderosos, ya sea mediante una ola gigantesca o un bichito microscópico. Y reconozco que somos responsables del cambio que amenaza nuestra existencia como especie, pero no debemos culpar a nuestra capacidad de inventar y descubrir, sino a nuestra codicia, a nuestro egoísmo y a nuestra descomunal incultura en todo lo referido al mundo que habitamos.
La fisión del átomo, tan de moda en IMAX, fue el logro de un grupo de chalados a los que solo atraía la belleza del hallazgo, hizo falta el concurso de otros locos para que se convirtiera en una amenaza.
Pero, reconozcámoslo, sin ella no tendríamos buena parte de la medicina que nos salva ni de la luz que nos permite leer. Y el pionero Henry Ford no paró la producción de sus factorías porque hubiera conductores suicidas.
Ninguna vacuna es un problema; sí lo es que haya quien crea que vienen con nanomáquina incorporada.
También me resulta preocupante que le hayan planteado al trasto que piensa enigmas de resolución tan urgente como dibujar el aspecto que tendría cada comunidad autónoma si fuera un supervillano, o decidir de qué equipo de fútbol serían nuestros grandes escritores; visto lo visto en los últimos días, estoy seguro de que Cervantes. Góngora, Quevedo y demás se pasarían sin dudarlo al baloncesto.
Triste me parece que unos chavalillos en agraz hayan aprovechado el invento para dibujar falsos desnudos de sus compañeras de clase. El apaño, deleznable, no es nuevo, solo que antes había que conformarse con un rostro recortado de una fotografía y mal pegado al póster de Interviú.
Vamos, que el peligro no es la inteligencia artificial, sino la estupidez natural. Y de esa estamos sobrados.
Prefiero acercarme a la carpa de Melquiades con la inocencia de un mundo en el que aún muchas cosas no tienen nombre y contemplar el hielo con fascinación mientras el gitano, también ignorante, me miente que es el diamante más grande del mundo.
Bendita sea la máquina que pueda un día escribirlo.