¿Es inevitable embarrar las campañas en España?
En la recta final de la campaña, el PP ha traspasado todos los límites hasta ahora concebibles al acusar un “pucherazo” sin prueba ni base indiciaria alguna.
La enormidad del impacto del veredicto de las urnas del 28M ha trascendido el escalón institucional en juego —municipal, insular, autonómico (en 12 CCAA y dos Ciudades Autónomas)— para determinar el futuro inmediato del Gobierno de España (disolución anticipada de las Cortes y elecciones generales el 23 de julio) y la arquitectura decisoria de la UE (Presidencia española semestral del Consejo de la UE a partir del 1 de julio).
En apenas 72 horas han corrido ríos de tinta sobre estrategias y tácticas en la explicación del voto y digestión del resultado, así como sobre la batalla que ahora toca librar en el embate vital al que nos aprestamos. Tiempo habrá de comentar en su detalle los condicionamientos de la campaña que acaba de concluir el 28M, sobre el mapeo en su detalle de la distribución de votos y escaños en cada institución en juego: se cuentan por cientos los casos en que escasas variaciones de apoyo o décimas para alcanzar la barrera porcentual de acceso al reparto de escaños han resultado cruciales para causar cambios drásticos —moralmente conmocionantes— de la mayoría gobernante.
En esta primera tribuna posterior al 28M voy a centrarme en un rasgo que revela de manera elocuente el deterioro del clima de la confrontación política alimentado a conciencia por una parte relevante de las derechas políticas, mediáticas y económicas: la difusión dolosa y distorsionadora de una mancha de sospecha y deslegitimación sobre las garantías electorales y la fiabilidad del procedimiento vigente, haciendo del cuestionamiento del sistema electoral un objeto —¡uno más!— de la ofensiva trumpista sobre el discurso político y su degradación, cada vez más ofensivamente antidemocrática.
En las democracias de nuestro entorno, la legislación electoral reviste caracteres constitucionales. No sólo porque, formalmente, sus bases normativas e institucionales suelen descansar en preceptos de rango constitucional (así, en España, los arts.23, 68, 69, 140 a 143, y 151 CE), sino porque materialmente su impacto es determinante para la legitimación y, por tanto, para la credibilidad del entero sistema democrático, pacificando la alternancia y la convivencia política desde el pluralismo y la competición por el Gobierno por la exclusiva vía de las urnas.
Atendiendo a esta premisa, en la experiencia constitucional española, las modificaciones de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG, LO 5/85, y sus sucesivas reformas) han solido descansar en entendimientos transversales de amplio espectro, que por regla general no se han querido limitarse a la mayoría absoluta del Congreso (176 síes) que la Constitución de 1978 exige para las leyes orgánicas. Algunas propuestas razonables no han llegado a aprobarse definitivamente por carecer de un consenso suficientemente, aún cuando técnicamente fuese posible alcanzar la mayoría absoluta: un ejemplo notable es la reforma del sistema para las elecciones europeas aprobada por el Parlamento Europeo en 2018 (que introducía una barrera mínima de acceso al reparto de escaños, actualmente inexistente en la LOREG), aún pendiente de ratificación solo por dos de los 27 EEMM de la UE, uno de ellos España.
En su dimensión panespañola, atinente a toda España, las elecciones municipales del domingo 28M han decidido la composición de los consistorios de 8.131 ayuntamientos españoles. En su dimensión insular, siete islas de Canarias y tres de Baleares han votado en una segunda urna cabildos y consells. Allí donde procedía, en una tercera urna, 12 CCAA han votado sus parlamentos autonómicos (de los que dimanarán sus mayorías de Gobierno y respectivas oposiciones). Y, además, en Canarias, una cuarta urna ha decidido la lista regional al Parlamento encabezada por quienes han aspirado a la Presidencia autonómica, singularidad distintiva (doble lista y doble urna) del autogobierno canario desde la entrada en vigor del EACan de 2018 (LO1/2018).
Pero si de esta campaña se desprendían ya lecciones antes de que hubiese hablado la ciudadanía con sus votos, estas se ciernen sobre el deterioro de las reglas de respeto mutuo entre fuerzas contendientes sobre las que se basa la confianza en que el sistema es confiable en cuanto a sus garantías y transparencia en la transmisión y cómputo final de sus resultados. En la recta final de la campaña, el PP ha traspasado todos los límites hasta ahora concebibles al acusar un “pucherazo” sin prueba ni base indiciaria alguna.
Las denuncias cruzadas de fraude en el voto por correo deberán ser investigadas y esclarecidas judicialmente. Pero es oportuno puntualizar, primero, que una docena de denuncias en una campaña que recorre más de 8.000 municipios no cuestiona ni deslegitima en su conjunto y amplitud la solidez de las reglas de adjudicación de las concejalías en España; pero también, en segundo lugar, que a poco que se escruten los hechos detrás del eco mediático, despejando el grano del ruido que malintencionadamente intente nublar el juicio de algún/a votante, se discierne sin esfuerzo aquellas alegaciones revestidas de alguna apariencia de veracidad frente a aquellas imputaciones calumniosas, gratuitas y carente de toda base probatoria, prefabricadas o reverberadas por los adversarios políticos o mediáticos de la mayoría gobernante para distorsionar, en un clima de sospecha o de difamación, el veredicto del día D.
Todo sistema electoral es una estructura compleja de normas y procedimientos: en su simplificación periodística, el sistema español resulta, en muchas diatribas, caricaturalmente reducido a la fórmula matemática (inventada por al belga D´Hondt a fines del s.XIX) de adjudicación del número de los escaños de cada circunscripción en una sola operación (por sus cocientes decrecientes respecto del resultado de cada candidatura); pero en realidad el “sistema” incluye también otros principios u opciones características como las que se refieren a su carácter mayoritario o proporcional por el número y amplitud de las circunscripciones, así como a las garantías para la depuración de errores y para la sanción de infracciones y delitos electorales.
Dicho esto, en el curso de los años de consolidación del sistema electoral español, uno de los más prestigiados del mundo por su indisputable fiabilidad democrática, buena parte de las disputas —y, en no pocos casos, las más sensibles— se han centrado en el voto por correo, técnicamente diseñado para facilitar la participación de censados ausentes o personas con dificultades para asegurar el voto presencial en el día señalado (por viajes, por enfermedad, por falta de movilidad o autonomía personal).
Un historial de denuncias de prácticas fraudulentas en las localidades y en la CCAA con un porcentaje decisivo de población emigrada (casos gallego y canario, entre otros) explicó, en su momento, la incorporación de la técnica de "voto rogado" cuyo posterior impacto en la disminución de la participación llevó después a derogarla en una posterior reforma, vigente ya en estas elecciones del 28M. Y no es difícil alcanzar un consenso normativo para reforzar la identificación personalizada (aportación del DNI) del emitente del voto, con las especialidades que resulten acordadas.
Pero otra cosa muy distinta es el delito electoral dolosamente practicado sobre la captación personalísima del voto mediante presión, influencia o compra contra precio del mismo: la compra de votos es una sevicia de resonancias caciquiles y una forma inequívoca de corrupción, no ya electoral o política, sin más, sino de corrupción penal, tout court, corrupción de la más grave. Como sucede, en su conjunto, con todo el Derecho penal, la cuestión definitiva será la de la prueba en juicio —evidencia probatoria—, pero armar bien este segmento del Derecho electoral que es la regulación del delito electoral no es una tarea imposible sino, al contrario, necesaria.
De todas las experiencias surgen sus enseñanzas, a menudo ineludibles. La obligación de la política es hacerlas viables y verter sus contenidos en la práctica futura. Una reforma electoral que acometa estos dos puntos con prontitud y un consenso de amplio espectro en las Cortes Generales —que son las que para toda España aprueban las leyes orgánicas— es una tarea alcanzable, para despejar el debate que sin duda abordaremos en las elecciones generales que el 23 de julio decidirán el Parlamento —Congreso de los Diputados, Senado— cuya mayoría investirá a la Presidencia del Gobierno para los próximos años.