Diamantes de pata negra

Diamantes de pata negra

Llegan gentes nuevas a Trujillo, y no para almorzar o rendir pleitesía a la estatua de Pizarro que desafía al mundo desde la plaza.

Diamantes de pata negra.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Ante todo, un aviso a los ciudadanos de la muy noble y honrada villa de Trujillo: cuiden a los recién llegados, no les vaya a dar una embolia si insisten en almorzar en La Troya, ese desaforado mesón en el que el aperitivo consiste en una tortilla de patatas entera, un perol de ensalada con el que podría cenar una familia del Opus y una fuente de embutidos que da la razón a los acampados de Sol (no hay pan para tanto chorizo). Si uno no se anda con cuidado, no llega indemne a la racial caldereta de cordero.

Y un aviso a los recién llegados: que la fama de los proveedores de Pantagruel no les ciegue y les impida visitar los buenos figones que pululan por la villa. Así aprovechan para recorrer callejones de los que sería muy fácil decir que en ellos se detuvo el tiempo, aunque me parece a mí que encarnan un tiempo que pudo ser pero no llegó a manifestarse; un tiempo de equilibrio entre las piedras del muro del palacio y el maltrecho adobe de las chozas, entre la lentitud con que crece la encina y la viveza del aire que avienta las mieses.

Un tiempo en que nadie tuvo que marcharse a conquistar reinos de niebla para escapar de la miseria.

Porque llegan gentes nuevas a Trujillo, y no para almorzar o rendir pleitesía a la estatua de Pizarro que desafía al mundo desde la plaza, sino para construir y poner en marcha una factoría de avanzada tecnología y sorprendente propósito: fabricar diamantes.

Que los diamantes puedan ser fabricados pulsando un botón que haga funcionar las pertinentes prensas y engranajes, es noticia que me deja estupefacto. Yo crecí con las historias de Verne y de Rider-Haggard en las que esforzados y fieles mineros negros extraían con un pico las rutilantes piedras que nos legaba un pasado imposible de imaginar.

Bonita manera, por cierto, de disfrazar la esclavitud.

Aunque, me comunica mi asesor en cuestiones científicas (suscrito al Reader´s Digest) mientras espuma un caldo de huesos, los diamantes industriales no son, precisamente, una novedad. Si bien su acabado no era satisfactorio y había que tener mucha fe para verlos bonitos en una sortija, cumplían con creces los cometidos para los que eran manufacturados; especialmente, servir de broca en los taladros más peliagudos, desde el sádico del dentista al descomunal que abre un túnel a través de la piedra.

Hoy en día, insiste mi Punset con delantal al tiempo que pica cebolla, el acabado de los mismos ha mejorado notablemente y ya pueden ser lucidos sin desdoro en dedos y orejas, además de haber abierto las puertas del campo de sus aplicaciones: siguen haciendo agujeros donde más complicado resulte, pero han demostrado su extrema utilidad en la composición de semiconductores, aparatos de comunicación y procesos de la más variada índole en los que intervenga la luz.

La elección de Trujillo, que aplaudo, tiene que ver con la capacidad de la región para producir energía solar, imprescindible en los complicados procesos que llevan a obtener la piedra preciosa. La gracia está en que su fabricación resulte más limpia que la obtención por el método tradicional. Si no es así, el pan va a salir del horno como el cuerpo de Cristo. Y puede que la capacidad de nuestra industria para instalar placas fotovoltaicas (insuficientes en la Cañada Real) haya resultado clave en la designación de la sede.

Aprovecho para enviar mi más cariñoso saludo a los filántropos que pensaron que gravar con impuestos la energía solar hasta hacerla casi inviable era una buena idea.

La excelente noticia viene con luz de candilejas añadida: uno de los inversores de la empresa fabricante es el actor Leonardo di Caprio, el cual, por lo que se ve, ha aprendido, por fin, a nadar y guardar la ropa.

Reconozco que no se encuentra entre mis actores favoritos, demasiada expresividad y muy poca contención, aunque no le niego el mérito de haber dejado atrás su rostro aniñado y haber defendido papeles complejos con dignidad. Por supuesto, él es el lobo de Wall Street; el ritmo de su gestualidad es el de Scorsese cuando se dispara como solo el director sabe.

De su trabajo en El renacido no pienso formarme opinión alguna hasta conocer la única realmente cualificada: la del oso.

Sea quien sea el rostro visible de la corporación (el chico hunde tablones o un robot del futuro), lo que me fascina de la noticia es la luz; no solo la del sol que templa la dehesa y masajea la piel de los guarros (también joyas), sino la cegadora de los procesos que van endureciendo y purificando la materia, y la que se refracta a través de las facetas del diamante obtenido; una luz que es lujuria y poder, pero también conocimiento y desarrollo.

Es decir, futuro.

El futuro que Extremadura se merece, desde luego.

Aunque también reclama, y desde hace décadas, un tren digno de ese nombre. Quizás los responsables del ferrocarril se decidan ahora a modernizar vías y convoyes para evitar que quien vaya a buscar diamantes tenga que hacerlo esquivando carbonilla.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”