Antonio Gala, la casa sosegada
Hacía más de cuarenta años que deseaba llamar a la puerta de aquél hombre.
La tarde que fui a la casa de Antonio Gala me perdí. Durante un buen rato, el navegador del teléfono me arrastró por un enjambre de caminos que no llevaban a ninguna parte, pero, como si hubiera sabido de antemano lo que me estaba ocurriendo, mantuve la serenidad y asumí que la demora iba a convertir en descortesía mi impuntualidad. Hacía más de cuarenta años que deseaba llamar a la puerta de aquél hombre que cuando lo descubrí, bien entrados los setenta del pasado siglo, encarnaba a la perfección la imagen del escritor que yo quería llegar a ser.
Me fascinaban, en aquellos tiempos de transición y tele en color, sus introducciones a los episodios de Paisaje con figuras: la cuidada puesta en escena, jersey rojo y bastón en mano, la palabra justa, el personaje del que hablaba y su circunstancia, de la que, sin demasiado éxito a veces, me afanaba en buscar más detalles en los tomos verdes de la vieja enciclopedia Durvan que mi padre había pagado a plazos.
Poco antes de que pronunciara su memorable discurso en el Congreso de Cultura Andaluza de abril del 78, cayó en mis manos un ejemplar de Texto y pretexto. A lo largo de una década, la que medió entre el bachillerato y las obligaciones de adulto, entre la UCD y el segundo mandato de Felipe González, no perdí de vista sus artículos semanales en EL PAÍS. Así conocí a Troylo, el sosiego de una casa que, según contaba, se levantaba entre calles madrileñas rotuladas con nombres tan andaluces como Triana o Macarena y, al fin, el remanso de La Baltasara, cerca de la Dama de Otoño y su cuaderno.
El articulista me reveló al autor teatral de Los buenos días perdidos o Anillos para una dama, que leí una y otra vez en los libritos de papel basto de la editorial Escelicer. Por algún cajón, aparecen de vez en cuando entre mis papeles las entradas de Petra Regalada y La vieja señorita del Paraíso, con las maravillosas Mary Carrillo e Irene Gutiérrez Caba sobre el escenario del viejo Isabel La Católica en Granada.
“El amor no se mide por palabras, ni por años, ni por felicidad, que es otra cosa, ni siquiera por vidas –proclamaba Adelaida, la vieja señorita–. El amor no se mide. Está ahí, llenando el mundo. Como el aire, para el que no hay distancias. Y quien no lo respira es que está muerto".
Sí, entonces respirábamos. Tomábamos el aire de una vida gris y lo exhalábamos hacia un futuro que se antojaba eterno. Aunque procuraba no faltar a sus multitudinarias firmas en El Corte Inglés o Galerías Preciados, conseguí hablar con Gala cuando los treinta venían pisándome los talones. Fue en Almagro, la noche lluviosa y fría que nos regaló el Diálogo de La Mancha. Al terminar, me contó que estaba trabajando en una novela. El destino o la casualidad quisieron que pocas semanas después, en las oposiciones de acceso a Canal Sur, nos plantearan una supuesta entrevista a un personaje famoso. A mi me tocó el autor de Carmen, Carmen. Respiré seguro y ataqué:
–¿De qué tratará esa novela en la que está enfrascado?
Al examinador que lo suplantaba se le iluminó la cara.
–¿Novela? –se extrañó con la satisfacción de haberme cazado en el renuncio. Pero, joven, ¿no conoce usted mi obra? Yo solo escribo teatro…
–Y artículos, Antonio, y, ahora, una novela. Sé, además, que tiene que ver con Boabdil.
Yo aprobé el examen y él, apenas un año después, ganó el Planeta con El manuscrito carmesí.
Extraviado por estrechas carreteras, a merced siempre de la inestable conexión a internet, la tarde de junio que fui a su casa también recordé haberlo visto en algunas ediciones de ese premio, enredado en un interminable intercambio de bromas, más o menos ácidas, con Terenci en el bar del hotel Princesa Sofía.
–Pero el título de la novela te lo di yo –decía entre risas Moix.
–Anda, si es un verso de Kavafis… –replicaba divertido él.
Cansados de esperarme, cuando llegué mis acompañantes a la visita estaban a punto de entrar ya a la casa de Gala. La alcaldesa de Alhaurin El Grande, Toñi Ledesma, encabezaba el grupo. Todo parecía en orden y se respiraba el sosiego, pero Antonio se había marchado pocas semanas antes de La Baltasara. Acaricié su mesa de trabajo, puse la mano sobre la empuñadura de los bastones y me detuve ante los libros que leyó. Las puertas entreabiertas del armario dejaban ver sus prendas de vestir en el perchero. Fuera, en el jardín, una fila de pequeñas lápidas recordaban a los perrillos, sus grandes amigos, Troylo, Zegrí, Zaira.
¿Qué serán de mis cosas cuando yo ya no esté?, pensaba mirando con respeto y emoción las suyas. ¿Qué harán con ese libro en el que una vez, después de esperar mi turno en una larga fila de admiradores, Antonio Gala escribió: “Con mi esperanza, con mi deseo de alegría”?
La tarde que conseguí llegar a su casa, él ya se había ido.
Solo quedaba el olor de la lluvia.