Un día cualquiera
Tenía 15 años, en la pequeña ciudad de provincias en la que nací, una tarde, me siguieron hasta acorralarme y molerme a palos en un parque. Recuerdo el primer puñetazo, que me tiró al suelo y me hizo pitar los oídos, aún oigo "sucio maricón, vamos a matarte, ¿sabes que te vamos a matar, marica?".
El papa acaba de anunciar su dimisión. Hay días que empiezan así. Me hago un café, he dormido mal, abro mi correo. Tengo un mensaje curioso. Remitente: 75eglisestnicolaschardonnet@gmail. El mensaje dice: "Señor: Perdona, Señor, a este hombre que blasfema, por casualidad he caído en su blog y me ofrece usted la oportunidad de rezar por usted. ¿Matrimonio para todos? ¿Y por qué no con una cabra? Firmado, el pastor a una oveja descarriada". La cosa mejora, rezan por mí, aunque sea de forma anónima. Desde luego, hay días que empiezan así. Para acabar de despertarme escucho la Ouverture de Daho.
Me ducho, me hago otro café, vuelvo a sentarme delante del ordenador. Abro Facebook, la misma entrada por todas partes: ¡Dimite Benedicto! Me entero de que la última dimisión fue la de Gregorio XII en 1415, con el fin de terminar con el Gran Cisma de Occidente. Miro por la ventana: un rayo de sol en un cielo blanco. Nada más.
SMS: un amigo me propone hacernos a toda prisa una prueba del VIH porque le gustaría un trío sin condón con su nuevo novio, parece urgente. No le respondo, no tengo la cabeza en eso. Envío un mensaje a mi amor para saber noticias. Me responde de inmediato, va bien, me echa de menos, igual que yo le echo de menos a él, y decidimos vernos esta noche. Iré a su casa, me encanta dormir junto a su suave piel.
Me instalo en la cama. Vestido, bajo las sábanas, y me dispongo a hacer lo que más me gusta, escribir. Cuando escribo tengo la impresión de no ser nada y ser todo el mundo, hombre y mujer, chico y chica, joven y viejo, homosexual y heterosexual, en definitiva, la libertad. Una forma de libertad. Cuando escribo me siento "destinatario desconocido", dejo de tener una identidad fija, es una felicidad.
Me llama François. Como estoy en mitad de una frase que se me resiste, no descuelgo. Deja un mensaje. Me pregunta si voy a ir a la sentada contra la homofobia organizada para las 14 horas delante de la Asamblea Nacional. Respondo que no lo sé, no estaba al tanto, no soy un auténtico activista, trabajo, etcétera. Insiste por SMS: es importante, dice.
Vivo en París, en un buen barrio, tengo 37 años, tengo una vida tranquila. La verdad es que ya ni sé qué es eso de la homofobia. Hasta mis padres han aceptado y digerido la situación. En mi entorno lo sabe todo el mundo, vivo en una burbuja de benévola indiferencia respecto a la homosexualidad, que es un factor tan poco importante como el color de mi cabello. Pero no me he olvidado. Tenía 15 años, en la pequeña ciudad de provincias en la que nací, tenía entre 13 y 15 años cuando, una tarde, me siguieron hasta acorralarme y molerme a palos en un parque. Eran alrededor de las seis. Recuerdo el primer puñetazo, que me tiró al suelo y me hizo pitar los oídos, aún oigo "sucio maricón, vamos a matarte, ¿sabes que te vamos a matar, marica?", aún siento las patadas en el vientre, los insultos, los escupitajos, eran cuatro o cinco, tuve la impresión de estar viviendo algo que era irreal y primordial al mismo tiempo. Ese día me dividí en dos. Cuando recuperé el conocimiento, se habían ido, y yo estaba empapado porque me habían orinado encima. Llamo a François y le digo: Vale, voy a la sentada, a las 14 horas, la homofobia, sí la recuerdo.
De los golpes y los insultos se puede salir reforzado. Se puede morir, sin duda (física y psicológicamente), pero también se puede crecer, revivir, reinventarse. La herida está ahí y no cicatrizará jamás, la inocencia queda pisoteada para siempre, pero se puede renacer, o al menos eso es lo que quiero creer. La exclusión puede servir de punto de partida, ser objeto de odio puede alimentar como una nodriza. La homofobia es el mundo del insulto, el miedo, las estigmatizaciones, las injurias. Desde las pequeñas bromas cotidianas, que parecen inofensivas, hasta las agresiones violentas que pueden llegar al asesinato.
A las dos de la tarde estoy allí, hay mucha gente delante de la Asamblea Nacional. El ambiente es campechano, fraternal. Somos todos muy diferentes, a menudo no nos entendemos, no hablamos la misma lengua ni tenemos los mismos horizontes, pero eso no impide esa dimensión fratermal que me conmueve. Un homosexual, incluso aunque sea mi enemigo personal, será siempre mi hermano, mucho más hermano que mi mejor amigo heterosexual. Eso es así. La hermandad de la minoría, la hermandad contra un mundo insultante. Compartimos tácitamente una cultura común y una sexualidad al mismo tiempo pública y oculta: Grindr, citas, parques, bosques, saunas, aseos públicos, pero también Proust, Genet, Gide, Guibert, Koltès, etcétera.
François me presenta a Hugo, que trabaja para una asociación. Hugo es muy guapo. Tiene ojos suaves y largas pestañas. Hablamos de la ley del matrimonio. Me pregunta si quiero casarme. Respondo que no, y se sorprende. Explico: no tengo deseos de casarme, pero quiero vivir en una sociedad en la que pueda hacerlo, ya sabes. Por eso soy decidido partidario del matrimonio y la adopción, para otras personas, porque debe existir ese derecho. Asiente con la cabeza y sonreímos. Le hago preguntas. Hugo sí quiere casarse, quiere hijos, lo quiere todo. Pienso en la distancia que nos separa, pero me digo que será un buen padre, tengo esa impresión. Es una tontería, pero esas cosas se sienten. Una chica ondea una pancarta en la se lee: Cuando nos privan de nuestros derechos, nos entran ganas de defender el derecho a tener derechos.
Vuelvo a casa a las cinco, tras la dispersión de la manifestación. Debería ponerme a trabajar otra vez. Empieza a caer la noche, estamos en invierno. Tengo una ligera tristeza, no sé por qué, tengo deseos de dormir, de olvidar. ¿Será el relajo después de la tensión? Esta noche voy a ver a mi amor, me doy prisa, quizá le cuente mi día después de que él me cuente el suyo, y luego escucharemos a Etienne Daho, en la cama, bajo el calor del edredón, antes de dormirnos.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.