Contra la homofobia y la transfobia
Sobran las razones para seguir usando este día para la reivindicación y llamada de atención sobre lo mucho que queda por hacer en materia del reconocimiento de las diferencias. Un horizonte democrático que ha empezado a situarse convenientemente en la agenda política internacional.
El 17 de mayo se celebra el Día internacional contra la Homofobia y la Transfobia coincidiendo con la fecha en la que, en 1990, la homosexualidad fue eliminada de la lista de enfermedades mentales por la Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud. Más de dos décadas después, y aunque los avances jurídicos en muchos países han sido evidentes, no podemos sino afirmar la necesidad de seguir reivindicando la igualdad de reconocimiento para el colectivo LGTBI y la necesaria superación de un orden heteronormativo que sigue generando exclusiones. A lo que habría que sumar los muchos Estados que siguen criminalizando determinadas opciones afectivo-sexuales, entre los que, no lo olvidemos, continúa habiendo algunos que siguen usando la pena de muerte para acabar así con quienes no responden a la norma mayoritaria.
En países como el nuestro la evolución en los 35 años de democracia ha sido evidente. Hemos pasado de la persecución de los gays -las lesbianas, en gran parte como ahora, eran invisibles- a su protección penal y a la extensión de derechos, como el del matrimonio, que durante siglos se entendieron exclusivos de parte de la ciudadanía. Sin embargo, los casos de discriminación y acoso que no cesan nos demuestran que las leyes no bastan y que es necesario transformar un orden cultural que, en esencia, es homofóbico. Es decir, que se ha construido históricamente sobre la norma de la heterosexualidad y que ha excluido otras opciones personales. Lo cual, a su vez, está ligado a la lógica binaria de lo masculino y lo femenino en la que se apoya el patriarcado.
Escribo estas reflexiones en Italia, un país con el que lamentablemente compartimos las esencias machistas y homófobas, y donde también la Iglesia Católica continúa siendo un poder político con elevada incidencia en los discursos y narrativas socializadoras. Según datos del Observatorio para la seguridad y contra los actos discriminatorios, dependiente del Ministerio del Interior italiano, las actuaciones homófobas son las segundas, tras las racistas, en lo que podríamos llamar el mapa de la discriminación. Todo ello en un país en el que está siendo políticamente complicada y polémica la reforma del Código Penal en la que se pretende incluir la homofobia como circunstancia agravante, además de tipos específicos de delitos cometidos en razón de la homosexualidad o transexualidad de la víctima.
Tras varios intentos fallidos, el proyecto finalmente pasó el filtro del Congreso y se haya pendiente de aprobación del Senado. Todo ello en medio de un intenso debate en el que determinados sectores han reivindicado la libertad de expresión frente a lo que podrían ser las consecuencias de una ley que persigue las acciones de aversión y odio hacia las personas por razón de su orientación sexual o identidad de género. De ahí que el proyecto incluya una previsión muy contestada por los colectivos LGTBI en la que se considera que no constituye discriminación la libre expresión de ideas que sean reconducibles al pluralismo propio de una sociedad democrática, ni tampoco las que se manifiesten en el interior de organizaciones que desarrollen actividades de naturaleza política, sindical, educativa, cultural, sanitaria o religiosa.
De nuevo, el complejo y delicado tema de los límites del pluralismo, y en este caso del pluralismo consustancial a la libertad de expresión, y la siempre discutida democracia militante como régimen que apuesta y garantiza determinados valores que deben ser defendidos de manera militante frente a cualquier acción o manifestación que pueda ponerlos en peligro. Un debate que no es superficial en un país en el que por ejemplo hace unas semanas los profesores de un liceo romano han sido denunciados por usar en sus clases como lectura el último libro de la escritora Melania Mazzuco, Sei come sei, en el que se cuenta la historia de una chica criada y educada por una pareja del mismo sexo. Organizaciones que nos resultan tan próximas a algunas españolas como Giuristi per la Vita o Pro Vita Onlus los acusan de corrupción de menores, mientras que a las puertas del instituto un grupo de estudiantes pertenecientes a la radical Forza Nuova, exhibieron una pancarta en la que se podía leer "Maschi Selvatici! Non checce isteriche!" (algo así como Hombres salvajes, no maricones histéricos).
Salvando las distancias, la situación de nuestro país no es tan distinta a la de una Italia en la que el discurso patriarcal tiene incluso un peso mayor que en España. En los últimos meses hemos asistido a un crecimiento de los ataques a gays, las estadísticas siguen siendo en materia de acoso escolar por esta cuestión y no dejan de aparecer noticias en las que desde instancias privadas se continúa discriminando por no formar parte de la mayoría dominante. Recordemos los recientes casos del portero de una discoteca en Barcelona condenado por no dejar pasar a dos transexuales o el polémico despido de un profesor de Sanlúcar de Barrameda, asunto que todavía está pendiente de resolución judicial, que alegó que su contrato no había sido renovado cuando se hizo pública y notoria su condición sexual.
Aun siendo necesarios instrumentos como los penales que tanto trabajo están encontrando para su aprobación en Italia, la experiencia nos demuestra que son insuficientes. Sobre todo por las dificultades probatorias que encierran y por el escaso número de denuncias que se presentan. Las claves están más bien en unas políticas públicas capaces de luchar contra la discriminación en los distintos ámbitos sociales y, muy especialmente, en las que han de incidir en los procesos socializadores. Si no revisamos el orden cultural, que a su vez genera un orden político y un determinado modelo de convivencia que continúa siendo heteropatriarcal, avanzaremos solo muy lentamente en la conquista del reconocimiento de la diversidad. Lo cual pasa, en materia de afectividad y sexualidad, por la construcción en positivo de un derecho fundamental a su libre desarrollo como parte de la autonomía individual, además de por la garantía del derecho a la identidad de género que acabe con la visión patalogizadora de las personas trans. A lo que habría que sumar las necesarias acciones positivas que habría que adoptar en el caso de las mujeres lesbianas, aún invisibles y múltiplemente discriminadas, y que por lo tanto merecen un trato desigual igualatorio.
Sobran pues las razones para seguir usando este día de mayo como pretexto para la reivindicación y como llamada de atención sobre lo mucho que queda por hacer en materia del reconocimiento de las diferencias. Un horizonte democrático que, lentamente pero sin pausa, ha empezado a situarse convenientemente en la agenda política internacional. Aunque con el riesgo, siempre presente en materia de derechos, de un claro retroceso en estos malos tiempos para la igualdad. No cabe pues bajar la guardia y solo resta seguir militando en esa lucha por la dignidad en la que los derechos LGTBI constituyen sin duda una de las grandes fronteras del presente siglo.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor, Las horas.