Pensaba Miró que cada mota de polvo contenía el alma de alguna cosa maravillosa y, guiado por ese panteísmo militante y tenaz, se prohibió cualquier desperdicio. Siempre se dejó llevar por el magnetismo de los objetos, pero no el de las piezas sofisticadas, pulidas y caras, sino el de las cosas sencillas que veía a su alrededor.