Electrificad la valla
Es un buen momento para cuestionar todo porque todo parece moverse en nuestra contra. Se están redactando las bases para un nuevo contrato social en el que una de las partes, nosotros, no ha sido invitada. Basta ya de incredulidad pacata. Propongo empezar por el mito romántico que dice que los pobres son buenos por el simple hecho de serlo. Es un argumento que movió los afectos desde Voltaire a Marx pero que, en realidad, está presente a lo largo de la historia de una manera constante y confusa. No, los pobres no son buenos por el hecho de ser pobres, tal y como reflejó Luis Buñuel en Los olvidados su mejor película del periodo mexicano: madres que niegan la comida a sus hijos, delincuencia insensible, falta de empatía y violencia sorda. México no pudo soportar que se rompiera esa idílica visión poética de la miseria en la que el pobre es una angélica víctima del rico y Buñuel pagó las consecuencias mientras ganaba mejor dirección en Cannes.
Hace poco presencié una escena dolorosa. Una familia gitana recibía en la entrada de un bloque de protección oficial de la calle Santa Rita, en Murcia, a una madre musulmana con sus dos hijos. Los niños de ambas parejas habían tenido un rifirrafe propio de los 10 años. Dos hombres gitanos amenazaron a la madre musulmana con meterle un petardo en la garganta a su hijo. La congoja, el miedo de aquella mujer, probablemente instalada desde hacía poco en el bloque, queda fuera de mi capacidad narrativa. Racismo entre víctimas de racismo, odio entre excluidos. El mito de la pureza de sentimientos de los gitanos frente a la violencia integrista invierte el proceso para plantear una batalla racista, machista y abusiva entre pobres. No, los pobres no son necesariamente buenos, partamos de ahí pero son sistemáticamente frágiles.
Los ricos tampoco son siempre malos, como parece consensuarse en las redes sociales. Muchos hacen buenas obras pero sobre todo la mayoría genera riqueza. El problema es que la repercusión de la maldad de los ricos es exponencialmente mayor y cada día más frecuente. Aquellos gitanos amenazaban de muerte a un niño musulmán y un empresario español deja sin agua a 30.000 indígenas guatemaltecos con la misma facilidad. Las repercusiones de la maldad de un pobre son esqueléticamente limitadas, salvo que se convierta en un asesino en serie o algo así. Un rico, moviendo un dedo, causa daños eternos a la gente, al medio ambiente o, en el caso de Donald Trump, incluso a la estética. Desgraciadamente mandan los ricos y están creando un mundo en el que su maldad no tiene repercusiones y las facturas las pagan siempre los desheredados.
El caso es que, seamos sinceros, los pobres nos gustan románticamente reflejados en los libros de Dickens, en Quarto Stato de Pellizza da Volpedo o en Los Miserables, pero si la masa humana que corona el relato de Víctor Hugo se plantase frente a nuestro mundo de confortable consumo no nos gustarían tanto. Ese romanticismo al que aludía es una estrategia para tamizar el miedo que nos provoca la posibilidad de un cambio de statu quo que quiso la Comuna en 1871. Pensemos en esa masa que amenaza nuestra riqueza. En la imagen no hay blancos y negros, solo pobres porque el racismo no existe, se llama aporofobia, miedo irracional a los pobres. El 99% de los racistas cenarían encantados con Denzel Washington, todos aceptarían unas vacaciones en el sudeste asiático, trabajarían para un magnate keniata a cambio de un buen sueldo y odian a los judíos pero rezan a Jesús que lo era. Lo que le molesta a la gente no es la raza, es la miseria.
Esa masa informe de pobres queda maravillosamente retratada en la fotografía de subsaharianos escalando la valla de Ceuta porque, al contraluz, no se aprecia el color, fíjense bien. Son pobres escalando la valla para acabar con nuestra riqueza, el poder simbólico de la imagen es desconcertante, así que una parte de la población, lo que denominaríamos racistas pero en realidad son aporofóbicos, pide que se electrifique la valla. Saben que eso no va a acabar con los saltos. Los inmigrantes hace tiempo instalan tornillos en las suelas de sus zapatos y llevan guantes que le permiten sortear las concertinas, lo único que necesitarán es unos guantes más resistentes, pero alguno sufrirá la descarga, tal vez alguien muera si la electrificamos.
Un amigo comparte esa petición con un meme con un texto escueto: "Yo también quiero que electrifiquen la valla". Mi amigo no quiere eso en realidad, es una buena persona, lo conozco de niño. No quiere que nadie sufra y probablemente ayudaría a uno de esos pobres desgraciados si se encontrase en la situación pero su contexto, su entorno y su estatus político y económico lo lleva a publicar semejante idiotez. En la guerra se dio un salto cualitativo con los rifles que permitían matar a larga distancia. Los soldados se volvieron mucho más efectivos porque no mataban personas, solo puntos lejanos, aquellos de la noria de El tercer hombre de Graham Greene. Lo que caería muerto de la valla de Ceuta sería un punto, una imagen en un telediario, un pobre, no uno de los nuestros. Así hemos conseguido ver nosotros a los que menos tienen, como puntos lejanos de color, y hemos disfrazado nuestra fobia a la miseria con la excusa del color de su piel aunque la mayoría de nosotros quedaría retenido en un control aduanero estadounidense por parecer latinos o no nos darían trabajo por lo mismo.
No es el color, queridos, es la pasta. O mejor, la ausencia de ella.