Por un puñado de euros: dos años del acuerdo UE-Turquía sobre refugiados
Sabemos que dineros son calidad. Verdad. Lo dijo Góngora. Y su archienemigo Quevedo dejó escrito eso de "Y pues al pobre le entierra/Y hace propio al forastero, /Poderoso Caballero es don Dinero". Hasta el arcipreste de Hita, que la Iglesia de esto sabe mucho, nos ilustró acerca de todo lo que puede hacer el dinero, y porqué se le ha de amar.
Me han venido todos de golpe a la cabeza leyendo una noticia de plena actualidad, el aniversario del vergonzoso pacto sobre refugiados entre la Unión Europea y Turquía, del que se cumplen justo ahora dos años.
Porque no hace falta recurrir a los clásicos, bucear en la literatura ni en la historia, para constatar la amarga realidad, para comprobar que, por los siglos de los siglos, el dinero lo compra todo. La tranquilidad por supuesto. La vergüenza, también. Dos años después de su firma, el acuerdo migratorio es considerado un éxito técnico por la reducción de llegadas a las costas y un fracaso en el plano moral por las condiciones de vida de los refugiados en Grecia.
Desde que en marzo de 2016 se nos vendiera el acuerdo como "una medida temporal y extraordinaria, necesaria para acabar con el sufrimiento humano y restaurar el orden público", los miles de personas que viven atrapadas en las islas griegas apenas han conocido algo más que sufrimiento. Por 3.000 millones de euros, se establecía que "por cada sirio retornado a Turquía desde las islas griegas, se reasentará a otro sirio en la UE, teniendo en cuenta los criterios de vulnerabilidad de las Naciones Unidas".
La Unión Europea ha pagado, pero no ha cumplido, porque no ha obligado a cumplir a sus estados miembros. Es más, alguno, por dinero, nos ha proporcionado noticias como "Un pueblo suizo paga260.000 euros para no acoger a diez refugiados". Es el titular. Así, sin anestesia. Y ya está. Echan mano a la chequera y problema resuelto. En estos tiempos del cólera, en los que se piensa con la cartera más que con la cabeza, y el corazón es tan sólo la bomba que permite mantener la renqueante maquinaria de la vida, puede comprarse y venderse todo. El llanto, el miedo, el dolor, la desesperación y hasta la vida misma. Todas las libras de carne que a punto estuvieron de costar la vida al judío Shylock del Mercader de Venecia.
Hemos caído tan bajo que hasta hemos puesto precio al ser humano. Vivo o muerto. Hacinado en un campo de refugiados o ahogado en el Mediterráneo. Podemos aplaudirnos a rabiar por acoger a una docena de desgraciados, y llenar portadas porque hemos traído a un niño a curar sus heridas del cuerpo y del alma, y mirar hacia otro lado porque ya hemos pagado lo suficiente para que otros se hagan cargo del problema.
Y poner vallas, levantar muros y fronteras para que no se cuele nadie que no encaje, que estropee nuestros pueblos y ciudades. O cerrar las rutas marítimas obligándoles a tomar otras más peligrosas. Si se ahogan, ya no habrá que pagar por ellos. Porque la humanidad, la solidaridad, la compasión, no entran en nuestra zona de confort.
Crece la nausea dentro de mí mientras veo y leo que este fin de semana se han ahogado 21 inmigrantes en el Egeo. Es el primer naufragio de 2018 en ese mar, mientras Europa libera tres mil millones de euros más, que vamos a por el tercer año.
Seis de los cuerpos recuperados eran de niños. Y calculo cuánto dinero nos hemos ahorrado.
Este artículo se publicó originalmente en el blog de la autora.