La casa del emigrante
Con el gusto a roscón de Reyes aún en el paladar, los supermercados empiezan a retirar los turrones de sus estanterías. Los estómagos poco a poco se van recuperando de los excesos mientras los escaparates quitan el espumillón y colocan los carteles de rebajas. Pasó un año más y para muchos ha llegado el momento de volver a casa.
Ya está, se acabó la Navidad. Con el gusto a roscón de Reyes aún en el paladar, los supermercados empiezan a retirar los turrones de sus estanterías. Los estómagos poco a poco se van recuperando de los excesos mientras los escaparates quitan el espumillón y colocan los carteles de rebajas. Pasó un año más y para muchos ha llegado el momento de volver a casa. Sí, de volver para los que las vacaciones se han convertido en viajar a su ciudad natal, en visitar a la familia y amigos, lejos del lugar que, por propia elección o por obligación, han elegido para emigrar y al que ahora llaman casa.
El sentimiento de vuelta es complejo. Una mezcla de alivio por recuperar la rutina y la independencia a la que uno se acostumbra muy fácilmente y cierta sensación de pena por despedirte hasta vete-tú-a-saber-cuándo, de los tuyos. Cada vez son más a los que este último ingrediente predomina en la mezcla, y el momento del aeropuerto se les atraganta más que las doce uvas de la suerte. Está claro que el fenómeno migratorio aún no ha terminado, y que son muchos los que todavía, en vistas de las dudosas perspectivas de recuperación, deciden hacer la maleta para probar suerte más allá de la frontera. Pero también son muchos los que hace ya cuatro o cinco años que decidieron marcharse y el gusanillo de volver empieza a picarles.
Y no seré yo la que les justifique diciendo eso de que "como en España no se vive en ningún sitio", ni que "claro, es que el sol y la playita allí no lo hay", ni "echarás de menos la comida, el jamoncito..." ni ninguna de esas frases hechas de las que se plagan las mesas familiares en reuniones y fiestas como las de hace unos días. Porque el problema no es lo que hay aquí (que se reduce a la comida, la gente y el clima), sino lo que te falta en el otro sitio.
La que escribe sólo lleva poco más de un año de aventura como emigrante en Berlín. Siempre había querido irme fuera un tiempo al acabar la carrera así que nunca me he sentido una "exiliada", aunque sí es cierto que llevaba bastante tiempo buscando trabajo, sin grandes resultados. Yo no me quiero volver, todavía, pero entiendo a la gente de mi entorno que sí quiere hacerlo, que son muchos.
Los estados del emigrante
La experiencia del emigrante pasa en su ciclo vital por distintos estados, normalmente, consecutivos. El primero suele ser ver todas las cosas maravillosas que tiene que ofrecer tu nuevo destino. A menudo son las perspectivas de trabajo, la calidad de vida, el exotismo de una nueva ciudad, con sus peculiaridades, su historia y sus sitios únicos. En esa fase hasta lo más cotidiano nos sorprende (¿que aquí te dan dinero por las botellas vacías?, ¿que el metro no tiene tornos?, ¿que mezclan la Coca Cola con Fanta?). Luego llega la fase de aclimatamiento. Cada vez estás mejor y llega un punto peligroso al que se enfrenta casi todo emigrante: vuelves a España y echas de menos cosas del país donde vives (¿por qué grita tanto la gente en el metro?, ¿por qué hay tantas colas?, ¿por qué es tan caro tomarte algo?). Y por último llega la fase definitiva en la que, una de dos: o quieres volver, o vas alargando tu estancia hasta que, casi sin darte cuenta, te vas quedando. Llegar a uno de esos puntos es el final de un recorrido plagado de decisiones -acertadas o no-, como bien reflejan los expertos en berlinología del portal Berlunes en su libro Elija su propia aventura en Berlín, donde puede experimentarse en primera persona las fases citadas.
Aunque este recorrido es aplicable a la experiencia de cualquier español fuera de la tierra de la tortilla de patatas y haya destinos donde los españoles han emigrado más, como Argentina o Francia, hay que reconocer que ninguno tuvo tanta repercusión mediática como Alemania. Parecía la panacea para liarse la manta a la cabeza, empaquetar lo indispensable y partir a la aventura. Que Ángela Merkel te recibiría en el aeropuerto con una alfombra roja para darte el trabajo de tus sueños. A esa imagen contribuyeron mucho las esperanzas y las ganas de creer, es normal. Y Españoles en el mundo, un poco también.
El idioma no lo es todo
Pero hay realidades que también había que contar para entender ahora esas cosas que le "faltan" al emigrante común, como que tener un C1 en alemán no te garantiza entenderte con tus nuevos vecinos y compañeros. La integración en una sociedad tan distinta como la alemana es muy difícil, y la culpa no es suya o nuestra, no es de nadie. Los alemanes son distantes y nosotros escandalosos. Nosotros tenemos 100 amigos para irnos de cañas y ellos uno o dos de verdad, a los que contar sus problemas. Ellos comen a las doce y nosotros a las tres. Simplemente, es así.
El clima, importa
Y mucho. No es sólo el frío. Uno puede aventurarse a pensar que ante el frío te abrigas más, y punto. Pero somos animales de costumbres y se diga lo que se diga, estamos acostumbrados al sol. Y no digo a que haga calor, digo a que se vea el sol. En Alemania puedes tirarte meses sin ver al astro rey. Tampoco le da mucho tiempo a salir cuando anochece a las cuatro de la tarde. El primer invierno como emigrante se pasa bien, es la novedad. El segundo, ya se va notando, y con el tiempo, eso que llaman "Winterdepresion" descubres que a ti también te afecta. Entre los españoles que conozco, lejos de acostumbrarse, cada año lo pasan peor y, los que pueden, se escapan cada vez más tiempo a España cuando el termómetro empieza a marcar bajo cero. De hecho la pregunta "¿y tú cuántos inviernos llevas?" es bastante común entre los españoles en Berlín.
No es tan fácil encontrar trabajo
Y como dicen los de Berlunes, "y menos de lo suyo". Berlín era el destino estrella de los que emprendían la aventura germana cuando era una de las ciudades alemanas con la tasa de paro más alta. Muchos pensaron que con el inglés era suficiente, pero frente a la inmigración angloparlante, que no es poca, y al nivel de inglés del joven alemán medio, los españoles por lo general no suponen una gran ventaja competitiva. Con el tiempo, sabiendo el idioma (nacional), y según cuál sea la profesión, uno sí tiene posibilidades de encontrar trabajo de lo suyo, con lo que, si está a gusto, tendrá más papeletas de formar parte de la minoría de los que se quedarán.
Nietos de Pepe
Pero todo esto no es nuevo. A estas circunstancias laborales, climatológicas e idiomático-sociales ya se enfrentó una generación emigrante abuela de la actual. Y la mayoría volvieron. Y de ésta, consecuencia de los citados motivos o de otros, la mayoría, volverán. La única diferencia será que ellos volvieron con un coche nuevo y nosotros, cuando no aguantemos más el picor del gusanillo, con un valor añadido en el currículum que nos dio un país que no era el nuestro, pero al que una vez llamamos "casa".