Conversaciones de paz en La Habana
El Gobierno colombiano y las FARC han retomado las negociaciones para poner fin a la guerra. Toda negociación de paz es difícil por los temas que están en debate y por los diferentes tiempos políticos que suelen manejar los interlocutores. En el caso de Colombia la guerra dura ya décadas.
El Gobierno colombiano y las FARC han retomado las negociaciones que mantienen en La Habana para poner fin a la guerra que vive Colombia. El proceso comenzó en noviembre del año pasado y las dificultades no han faltado. En el último episodio, las FARC amenazaron con hacer públicos aspectos confidenciales de la negociación y el Gobierno con la ruptura si esto llegaba a darse.
Toda negociación de paz es difícil por los temas que están en debate y por los diferentes tiempos políticos que suelen manejar los interlocutores.
En el caso de Colombia la guerra dura ya décadas. Han participado múltiples y diversos actores armados incluyendo a un estado que no siempre se ha ceñido al estado de derecho y el Derecho Internacional Humanitario. Es una guerra sucia con masacres, asesinatos selectivos, secuestros, desplazamiento forzado y apropiación indebida de bienes como la tierra. El 80% de las víctimas son civiles.
La tierra fue el origen del conflicto y lo sigue atravesando en todas sus dimensiones. El modelo rural se basa en grandes propiedades de ganadería extensiva o de monocultivos de exportación y hay millones de campesinos sin tierra. Durante décadas, el desplazamiento forzado y la apropiación de las tierras de los desplazados han sumado una contrarreforma agraria a ese sistema ya desigual.
Después llegó el narcotráfico. La nueva economía ilegal no sólo permitió enriquecer a los cárteles y financiar a los grupos armados sino que permeó la economía y benefició a las élites. El flujo incesante de fondos permitió alimentar y sostener la violencia y la guerra escaló como consecuencia.
Resolver esos temas no será fácil y la negociación tiene además otros problemas. El primero, los tiempos políticos. El Gobierno esperaba un proceso más rápido, y el presidente Juan Manuel Santos afronta elecciones el año próximo con índices de popularidad decrecientes y fuerte oposición de sectores influyentes cercanos al expresidente Álvaro Uribe. Las FARC temen los tiempos por otra razón: las garantías de futuro del proceso si este Gobierno no sigue.
En segundo, el concepto de democracia y representación política: basada en los partidos, como actualmente, o como demandan las FARC con inclusión de movimientos sociales. En tercero, qué equilibrio de verdad, justicia y reparación se va a conseguir en Colombia. La guerra ha durado tanto que las víctimas son incontables. Hay crímenes (de guerra y contra la humanidad) incluidos en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, cuya fiscal está en contacto con el Gobierno colombiano. Está también el precedente de la desmovilización paramilitar, conseguida con penas y pagos mínimos por los daños cometidos.
El establecimiento (la élite) no parece aceptar nada que no sea la destrucción de las FARC. Este grupo reclama garantías para abordar una vía política (que no termine en masacre, como la Unión Patriótica en los años ochenta y noventa). En el horizonte estaría la convocatoria de una Asamblea Constituyente para refrendar los acuerdos y sentar las bases del futuro sistema político. El problema de fondo es que las FARC quieren unas negociaciones de igual a igual, mientras el Gobierno negocia un sometimiento a la justicia con beneficios políticos.
Las drogas y el narcotráfico serán otro obstáculo. Colombia ha aplicado con gran dureza las políticas estadounidenses de guerra contra las drogas. Ha militarizado el campo y fumigado millones de hectáreas sin lograr el fin de un negocio que siempre logra adaptarse. Este es un tema político importante en Washington y cualquier acuerdo definitivo o temporal requerirá de EEUU apoyo o, al menos, mantenerse al margen.
Hay acuerdo en el primer punto de la agenda que es a la vez el más difícil: la tierra. La fórmula permitiría repartir entre los campesinos tierras improductivas y baldías e incautadas al narcotráfico. Una ruta que permite entrarle al problema sin enfrentarse abiertamente a ganaderos, terratenientes y élites rurales. Si es posible el acuerdo sobre la tierra, deberían serlo los demás.
Las voces críticas son muchas y diversas. Sectores de la sociedad civil demandan más participación y canales para hacer llegar sus demandas a la mesa de diálogo. Las víctimas exigen justicia, la verdad sobre el daño causado y reparación. Élites económicas y políticas (especialmente las rurales) se oponen al proceso y a cualquier intento de cambiar el statu quo.
Todas las partes saben a estas alturas que ninguna puede ganar por la vía militar. Uribe lo intentó durante ocho años, como otros antes que él. Nadie lo logró. Las FARC tuvieron su mejor momento hace más de diez años y quedaron debilitadas por el Plan Colombia.
Los aportes que pretenden mejorar la calidad y resultados del proceso deberían ser bienvenidos. Cuanto más apoyo, mayor legitimidad y posibilidades de éxito. También debería estar claro que el dilema no es entre negociaciones o paz, sino entre negociaciones o más guerra.