Obscuro David Lynch en Cannes
Existe una locución francesa que, a mi entender, no encuentra parangón en ninguna otra lengua: l'appel du vide. Literalmente, esta "llamada del vacío" es la sensación inenarrable que se experimenta en el borde de una cornisa o en el límite de un saliente; esa necesidad imperiosa de dejarse arrastrar. Existen, no obstante, personas que viven dentro de esa angustia, siempre en el filo; personas que eligen cierta oscuridad, que se concilian con ella, que absorben su lobreguez y la reflejan con un talento catalizador. Para muchos, las tinieblas son el final del camino; para ellos, el punto de partida.
Siempre he sentido ese espesor en la obra de David Lynch, un autor sin límites en lo creativo que, a diferencia del común de los mortales, se siente cómodo en el territorio de lo perturbador. Todo él es perturbador. Por eso no sorprende que suyas sean piezas ya inmortales como Mulholland Drive o la celebérrima Twin Peaks, una serie de culto tatuada en nuestro cerebro con la banda sonora de Angelo Badalamenti. Precisamente la serie televisiva vuelve a estar en boga por su participación en la presente edición del Festival de cine de Cannes.
Comandado por Thierry Frémaux, e iniciado el pasado 17 de mayo, este año Cannes está haciendo historia no solo cumpliendo siete décadas, digno de elogio en una industria como la cinematográfica, sino por incluir en su agenda la presentación de dos series televisivas: la nueva temporada de Top of the Lake, de la magnífica cineasta Jane Campion; y la vuelta de tuerca al universo de Laura Palmer en la continuación de Twin Peaks. El resultado de esta incursión televisiva en la alfombra roja no solo es una incógnita, sino que los pormenores que han llevado a semejante concesión todavía están puestos en entredicho. En cualquier caso, lo único cierto es que, veintiséis años después de que Lynch estrenase su serie, el cineasta regresará a la Croisette para devolverle la vida a Dale Cooper (Kyle MacLachlan), el agente del FBI más célebre de la cadena ABC.
Después de consagrarse como Mejor Director en Cannes en 2001, a estas alturas Lynch no tiene nada que demostrar. Su obra, tan onírica, tan poliédrica, refleja sin ambages un interior convulso que solo acalla con tabaco y arte compulsivos. Este mundo personal, tan socavado por galerías sombrías, es retratado a la perfección en el documental David Lynch: The Art Life, dirigido en 2016 por Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm. Esta película, cuyo discurrir difícil y ritmo peculiar no será del agrado de todos los públicos, es una ocasión única para adentrarse en un personaje absolutamente enigmático. Criado con celo y mimo en Montana, por unos padres respetuosos hasta el extremo, su total quietud solo se perturbaría por los constantes cambios de residencia de la familia, encontrando destinos en Idaho, Washington, Carolina del Norte o Virginia. Tal como advirtió su madre, a temprana edad el joven Lynch ya mostraba ademanes de artista, decidiendo no coartar su independencia creadora para que pudiera expresar su mundo interior. Ese entorno paradisíaco llegó a su fin cuando Lynch encontró en la calle a una mujer desnuda y ensangrentada, cuya desgracia no era capaz de entender. Este hecho marcaría el comienzo de una edad de oscuridad, de arte y de descubrimientos. Joven padre de una niña, después de peregrinar por distintas escuelas de arte por fin encontró su camino en Los Ángeles, tras una epifanía ante un cuadro y una beca concedida por el American Film Institute. A partir de entonces, el cine llegaría de una manera orgánica: Eraserhead, The Elephant Man, el fiasco de Dune y Blue Velvet, su primer gran éxito.
No se llamen a engaño, David Lynch: The Art Life no aborda en absoluto la consagración de la vida del director al cine, ni mucho menos, es una aproximación al latir creativo de Lynch en su día a día, minuto a minuto, exhalación tras exhalación. Con su reloj amarillo, su indomable cabellera (rebeldía que comparte con Wenders y Jarmusch) y su creatividad inagotable, el documental revela al verdadero artista, al niño atemorizado, al adulto levemente agorafóbico, al creador en la quietud de su taller.
Y así, tangencialmente, a través de sus pinceladas cobran sentido la oreja desgajada de Terciopelo azul, el monstruo sanguinolento de Cabeza borradora, el sosiego de The Straight Story o la pasión desatada de Inland Empire. Es entonces cuando entendemos por qué alguien con un recorrido semejante pudo crear Twin Peaks, producción paradigmática nacida antes de que la televisión y sus series tuvieran nada de culto. Ahora Cannes vuelve a abrir las puertas a Lynch. Tal vez nos quede algo por saber de Laura Palmer.