América Latina y las asociaciones publico-privadas
Es por todos conocido que el sector público no puede hacer frente por sí solo a las enormes demandas de modernización de la infraestructura en Latinoamérica. Para ello debe recurrir a la financiación directa local o extranjera privada, a los organismos multilaterales de crédito o últimamente a las asociaciones público-privadas.
Infraestructuras de la ciudad brasileña de Curitibia Fuente: www.fonplata.org.
Es por todos conocido que el sector público no puede hacer frente por sí solo a las enormes demandas de modernización de la infraestructura en Latinoamérica. Para ello debe recurrir a la financiación directa local o extranjera privada, a los organismos multilaterales de crédito o últimamente a las asociaciones público-privadas (APPs).
Las asociaciones público-privadas han sido conceptualizadas por algunos como una panacea que contribuye a resolver la brecha de financiación para los proyectos de infraestructura y desarrollo de la región. Por otros, en cambio, se presenta como una suerte de toma del poder de las corporaciones de la gestión que le corresponde al Estado.
A mi juicio, no debería ser ni lo uno ni lo otro. Por el contrario, se trata de una herramienta más para la financiación de infraestructura y que se ha tornado cada vez más popular ante las dificultades de los Estados de recurrir a mayor endeudamiento para obras y la necesidad de mayores eficiencias en la administración de algunos servicios brindados por el Estado, como por ejemplo aeropuertos, terminales portuarias, hospitales, cárceles y otros. Pero no es un modelo simple.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la región necesita invertir aproximadamente el 5 por ciento del Producto Bruto Interno (PIB) en infraestructura a lo largo de un período prolongado para reducir la actual brecha. Similares estimaciones de la Comisión Económica para América Latina de la ONU (CEPAL) colocan la necesidad de inversiones en 6,2 por ciento de su PIB (alrededor de 320.000 millones de dólares) por año hasta el 2020 para cubrir la creciente demanda de infraestructura. Es sin duda una meta elevada, especialmente si se considera que en la década anterior la región invirtió en ello apenas un 2-3 por ciento del PIB.
Lo que sí es cierto es que a partir de 2009, las condiciones para la operación de APPs en la región han mejorado sensiblemente. En efecto y según el índice compuesto generado por la Unidad de Inteligencia de The Economist en 2014, las mejoras se registran en el marco regulatorio e institucional, ya que muchos países han actualizado su legislación de APP y de concesiones, y establecieron nuevas agencias de APP o unidades especializadas dentro de las instituciones existentes. El clima regional para la inversión privada en infraestructura también ha mejorado a lo largo del tiempo.
Sin embargo, las facilidades financieras para apoyo de las APP se han estancado desde 2012 y siguen siendo un problema crítico, indicando poco cambio en términos de profundización de los mercados financieros o de herramientas y productos que faciliten la inversión privada en infraestructura.
Chile continúa a la cabeza de América Latina y el Caribe en predisposición y capacidad para APPs, seguido de Brasil que tiene una gran actividad de APPs, sobre todo a nivel sub-nacional.
Pero la gran pregunta que nos hacemos es si las APPs han logrado cumplir con el objetivo de incrementar la inversión y a la vez generar eficiencias en el uso de los recursos del Estado, más allá de la tradicional inversión pública simple y llana.
La evidencia que citan estudios del Banco Mundial sugiere que las APPs, en términos generales, en muchos casos resultaron más costosas que la inversión pública directa, y además produjeron resultados muy por debajo de las expectativas en términos de calidad en la provisión de servicios, incluyendo cobertura, eficiencia e impacto en materia de desarrollo.
En realidad, el impacto de las APPs varía enormemente entre diferentes sectores. En efecto, aquellas con mejores resultados se encuentran en el área de la infraestructura económica, como es el sector transporte o el de generación de electricidad, que presentan una demanda relativamente estable y el impacto en materia de mejora del servicio es fácil de cuantificar. Sin embargo, en los sectores del área social, como escuelas, hospitales y otra infraestructura social donde los valores de equidad son claves, los resultados no son tan promisorios.
Al final del día, se trata de asegurar que todos los ciudadanos tengan un acceso igualitario a servicios públicos de calidad, sean ellos educativos, de salud, transporte o agua potable. La provisión de esos servicios no puede realizarse a expensas de la necesaria responsabilidad fiscal ni puede escapar al control democrático de los gobiernos, los parlamentos y los actores claves de la sociedad civil.
Para que las APPs funcionen en beneficio de todos hay que perseverar en reglas de juego claras y transparentes, estructuras de costos precisas con riesgos y beneficios compartidos entre el operador privado y el Estado, asegurar la mayor participación y competencia de actores privados y afirmar beneficios tangibles para la sociedad.
Las APPs son sin duda un complemento estratégico para la inversión pública. Otorgarles un papel de panacea -en su nivel de desarrollo actual- puede llevarnos a estar aplicando una medicina cara y de acción demasiado lenta para remediar las necesidades impostergables de inversión en infraestructura que tiene nuestro paciente, la región.