El PP y el deterioro del Tribunal Constitucional
Grande, muy grande, es la responsabilidad del PP en el deterioro de la función garante que debe cumplir el TC, en el desmoronamiento de su credibilidad -no solamente en Cataluña- y en la impresión de que el órgano ha sido colonizado por antiguos militantes del PP. Aun cuando los magistrados de orientación progresista hayan sufrido la habitual campaña de desprestigio por su supuesta afiliación partidaria, lo cierto es que ésta nunca se dio como sí se ha dado efectivamente entre magistrados del PP.
La convocatoria de un referéndum de autodeterminación en Cataluña y su consiguiente impugnación por el Gobierno y suspensión por el Tribunal Constitucional (TC) es la penúltima viñeta de una secuencia anunciada desde hace demasiado tiempo: todo ese largo tiempo que lleva deteriorándose la acomodación de la singularidad catalana en el Estado autonómico y desencadenando, en su desastrosa gestión por parte del PP, este enorme desencuentro -y consiguiente choque de trenes- que ya, lamentablemente, ha adquirido a estas alturas una desmesura de proporciones históricas.
He escrito abundantemente -tanto en revistas jurídicas especializadas, como en tribunas de prensa- acerca del desafecto de la España de las Autonomías generado en buena parte de la sociedad catalana a partir de la Sentencia 31/2010 del TC sobre el Estatut de Cataluña de 2006. Además de ser la sentencia más larga de la historia del TC, su fallo dictaminó con ¡4 años de retraso! que un reducido número de enunciados del Estatut eran incompatibles con la Constitución... a pesar de que esos mismos enunciados se hayan reproducido en los de la Comunidad Valenciana o Andalucía, sin que el PP los impugnara como hizo, masivamente, con la práctica totalidad del Estatut. La irresponsabilidad del Gobierno de la Generalitat, que hasta la fecha de hoy sigue presidiendo Artur Mas, es inmensa e insoslayable.
Pero nunca se ha escrito lo bastante, sin embargo, sobre el insensato y contraproducente comportamiento del PP que ha conducido la cuestión catalana, y a todo el país, al callejón en que se encuentra.
Hay que recordarlo alto y claro. Durante toda la tramitación del Estatut, la dirección del PP -con Rajoy a la cabeza- galopó una atronadora campaña anticatalana. No sólo se manifestó jubilosamente acompañado de activistas de ultraderecha, sino que en aquel momento puso en marcha una disparatada (e inconstitucional) recogida de firmas contra el Estatut -una ley orgánica, no se olvide, que continuaba la iniciativa del Parlament de Cataluña y que fue luego aprobada en referéndum por la ciudadanía catalana-, llegó a promover una enloquecida campaña de catalanofobia, y generó en buena parte de la sociedad catalana la impresión en la retina de que así no había nada que hacer dentro de España y con el resto de España.
Lo peor de todo: encapsuló en su cupo a magistrados provenientes de la militancia partidaria pura y dura -incluyendo, lamentablemente, al actual presidente del órgano-, y a doctrinarios de su entorno más beligerante (el dimitido magistrado que había asesorado a FAES) o de un historial de años de cargos políticos en las filas del PP (entre ellos, el actual ponente de la ley del aborto del Gobierno Socialista, un exdiputado del PP). El PP interpuso la infumable recusación del magistrado Perez Tremps con fundamentos espurios que, en una decisión desdichada, admitió un pleno del TC acuciado por el séptimo de caballería que la derecha había incrustado previamente en la composición del órgano. Con esa secuencia, el TC no sólo desfondó su anterior prestigio, sino que minó el crédito de su sentencia de manera difícilmente reversible, como luego se ha puesto de manifiesto una y otra vez.
El daño infligido, por tanto, a la propia Constitución y a la credibilidad de la integración constitucional en España ha sido sencillamente incalculable. Produce estupor e indignación constatar que todo eso lo ha hecho el mismo PP que tanto se llena la boca con la defensa impostada de la Constitución, sin que muchos de sus cargos públicos se la hayan leído ni la respeten en sus actuaciones más agresivamente contrarias al exigible respeto a la diversidad y a las singularidades que de hecho conviven en esa España plural que es la España real.
Grande, muy grande, es por tanto la responsabilidad del PP en el deterioro de la función garante que debe cumplir el TC, en el desmoronamiento de su credibilidad -no solamente en Cataluña- y en la impresión de que el órgano ha sido colonizado por antiguos militantes del PP.
Y, por cierto, me adelanto aquí a refutar la facilona descalificación a sensu contrario. Porque no ha sido así nunca en el caso del PSOE: el PSOE jamás empaquetó en el TC a ningún militante del partido. Aun cuando los magistrados de orientación progresista hayan sufrido a menudo la habitual campaña de desprestigio por su supuesta o alegada afiliación partidaria, lo cierto es que ésta nunca se dio como sí se ha dado efectivamente entre magistrados del PP.
En la actualidad, la práctica totalidad de las leyes de avances en derechos y en libertades y en igualdad adoptadas por el Gobierno de Zapatero se encuentra recurrida ante un TC en que se enseñorea una clara mayoría conservadora. El caso más grave es, seguramente, éste de la ley del aborto. El PP la recurrió y el recurso sigue vivo. La teatral espantada de Gallardón no exime al conjunto del Gobierno de su responsabilidad sobre ese recurso contrario a una ley que protege la libertad y dignidad de las mujeres en términos equiparables a los de la gran mayoría de sociedades europeas. Al no retirarlo, el PP no solamente endosa al TC la "papa caliente" que no ha tenido el coraje de resolver políticamente -la retirada de la ley Gallardón es un subterfugio vergonzante-, sino que confía en que el TC le haga el trabajo sucio de amartillar la ley vigente.
Una sentencia así sería lo que le faltaría al TC para acabar de derruir su credibilidad mermada. Con esa ley se produciría irónicamente un aldabonazo irreversible a la demanda hoy ya imperiosa de proceder sin demora a una reforma constitucional de caballo, que rehaga los cimientos de la hoy maltrecha democracia inaugurada por la Constitución de 1978.