¡Crecer, de una vez por todas: 'citius, altius et fortius'!
A lo largo de cuatro años agónicos, la interminable crisis que en su día fue global se ha tornado en depresión distintivamente europea. El nefasto manejo de la crisis impuesto como un rodillo por el tándem Merkozy ha puesto en cuestión los cimientos de la construcción europea, actuando una y mil veces demasiado poco y demasiado tarde (too little, too late), la política que ahora urge es del todo la contraria, citius, altius et fortius: porque ahora la crisis apunta más lejos, más fuerte y es más grave que la gobernanza del euro, la deuda soberana y la reconversión de deuda privada en deuda pública.
La renacionalización y gubernamentalización de Schengen, perpetrada la semana pasada por el Consejo de espaldas al Parlamento Europeo y contra el espíritu y la letra del Tratado de Lisboa que hace del Parlamento Europeo legislador ordinario en lo concerniente al Espacio de Libertad, Justicia y Seguridad Europea, ha sido un gravísimo atentado no solo a la arquitectura constitucional europea sino al acervo de la libre circulación de personas, y sin embargo ha pasado prácticamente inadvertida -por más que algunos hayamos hecho ruido al respecto- ante una opinión pública aturdida y mareada por el vértigo bursátil y el baile de la prima de riesgo.
Fatiga tener que recordar que la crisis europea no ha sido sólo financiera, por más que su origen estuviese en el déficit -como se nos ha insistido con tanta mendacidad- sino en la deuda privada. Ha sido, yendo más lejos, una crisis política, de proyecto y liderazgo, que ha erosionado los cimientos de nuestro modelo social, ha derrumbado la confianza en nuestro futuro común, ha confrontado de nuevo estereotipos nacionales en las opiniones públicas centrifugadas de Europa, además de abandonar al naufragio de la desolación a la generación más joven.
No menos decepción produce el que a lo largo de la crisis la Comisión Europea haya declinado ejercer liderazgo e iniciativa. Cuando la ciudadanía francesa decidió, democráticamente, despedir a Sarkozy, aposté públicamente por la esperanza de que el cambio no se tradujese en un viaje inmediato del Presidente Hollande rumbo a Berlín a ver a Merkel, sino que en aquél citase a ésta en Bruselas, y la emplazase a reanimar juntos el tablero europeo.
Produce estupor constatar como el historial de la crisis se simboliza gráficamente en una longaniza de cumbres y madrugadas de infarto, 23 a estas alturas, todas ellas fallidas no sólo por divorcio entre sus ampulosas "conclusiones" y sus consecuencias después (a expensas de la "nota" que nos pusieran "los mercados" a cada lunes siguiente). Por eso suscita desazón que la esperanzadora adopción -por fin- de un plan para el crecimiento haya sido anunciada, de nuevo, al margen de toda institución supranacional europea. El foro de la buena nueva no es otro que una puesta en escena intergubernamental, a cuatro, en la que ni siquiera están todos los que son.
No puede consolarnos del todo a los europeístas que ya no parezca, sin más, una imposición de Merkel, en el mejor de los casos remedo del fenecido dúo germanofrancés que dió en llamarse Merkozy. Sigue sin parecer todavía Europa lo bastante, ni ser lo bastante europea. Ojalá de esta con el estribo en que apoyar el ansiado giro de timón que nos saque de la excluyente y dogmática austeridad recesiva que ha prolongado la crisis, recrudeciendo al mismo tiempo la percepción de injusticia en el reparto de la carga y de desesperanza en cuanto a la entrevisión de alguna recompensa, después de tantos sacrificios impuestos sobre los más débiles, sin pasar nunca la factura a quienes no se han despeinado ni en lo peor del vendaval.