Habrá que privatizar las oficinas de empleo
En este mundo al revés, como diría Gloria Fuertes, los funcionarios y el personal contratado que le atienden a uno muestran un nulo interés por conocer al parado, por saber de su pasado profesional y ver cuáles son sus carencias, pero también sus intereses y entusiasmos, para así orientarle.
Muchas veces se oye que España es un país complicado, donde hay muchas más leyes que buenas costumbres y mejores prácticas, y donde los formulismos y la excesiva burocracia llevan en muchos casos a la parálisis. Creo que no se puede generalizar, pero hay ciertas cosas por aquí que no funcionan.
Una de esas cosas es el antiguo INEM (ahora se llama SEPE o Servicio Público de Empleo Estatal). La estética de las oficinas del SEPE ya lo dice todo. Suelen ser sitios oscuros, de luz mortecina y tonos apagados. El aire mortuorio que tiene la oficina de empleo (sangrante eufemismo) de mi barrio es un adelanto cada mañana de la tragedia que espera a los muchos que allí acuden. Y es que el SEPE no le soluciona la vida a casi nadie, tan sólo prolonga el calvario. Cada año, según leo, sólo un par de cientos de miles de parados (de un total de cinco millones) encuentran empleo en alguna de las 750 oficinas del SEPE. O sea, menos de un 5%.
En la página web del SEPE se nos dice, con calculada retórica, que la misión del organismo es "conseguir la inserción y permanencia en el mercado laboral de la ciudadanía y la mejora del capital humano de las empresas". Pero en las oficinas de empleo no hay ofertas de empleo. Es una paradoja, pero siempre ha sido así. Uno ya lo asume, pero la cosa es tan mosqueante como si fuéramos a un hospital con la certeza de que no nos iban a curar, o como si mandáramos a nuestros hijos a un colegio donde el 98% de los alumnos no iba a aprender nada de nada. Supongo que en otro caso pondríamos el grito en el cielo, pero con el SEPE, curiosamente, apechugamos.
En esas oficinas, a las que acuden cada mañana por imperativo burocrático cientos de parados descreídos e indiferentes cada mañana, no se oye hablar de empleo. Allí muchos van a sellar, un trámite de resonancias medievales. Los funcionarios que atienden a uno no están con el teléfono en la oreja, recibiendo peticiones de las empresas, sino en religioso silencio, rellenando aburridos expedientes, dando de alta parados o gestionando subsidios o prórrogas. Muchos trámites que, además, hoy se podrían hacer por Internet.
En los paneles informativos no hay, como en otros países, fichas con ofertas concretas donde alguien busca un camarero, una secretaria, un vendedor para toda España, un community manager, un repartidor con vehículo propio o un profesor de primaria. No, en las oficinas de empleo sólo hay notas que dicen a qué mesa tiene que acudir uno si quiere hacer éste o el otro trámite, o hasta qué hora puede hacerlo para no entorpecer el lento, pero inexorable, discurrir de los parados por sus dependencias.
En Internet, los responsables del SEPE proclaman, con la retórica al uso, que el organismo "trabaja por y para la sociedad" y que "toda la actividad del organismo debe centrarse en investigar las necesidades de sus clientes y orientar el trabajo a satisfacerlas de la manera más eficaz". En este mundo al revés, como diría Gloria Fuertes, los funcionarios y el personal contratado que le atienden a uno muestran un nulo interés por conocer al parado, por saber de su pasado profesional y ver cuáles son sus carencias, pero también sus intereses y entusiasmos, para así orientarle. Al contrario, el hastiado funcionario que nos toca en suerte no hace preguntas y casi ni nos mira. Tan sólo mete datos en un ordenador que le escupe al cabo de unos segundos números de afiliación y expedientes, y confusos cálculos de prestaciones organizados en torno a las más confusas aún bolsas del paro. Pura escolástica burocrática.
Al contrario de lo que pasa en otros países, la atención al cliente (y al ciudadano) en España sigue dejando mucho que desear, a pesar del aire sofisticado del marketing con que nos intentan seducir. Las operadoras de telefonía son quizá el peor ejemplo, pero las oficinas de empleo, por otros motivos, no se quedan atrás. En el SEPE el trato es frío y cortante. Quien nos atiende, muchas veces desconocedor de la casuística burocrática que le incumbe, no quiere saber nada de nosotros y cualquier duda que uno se aventura a elevar es aclarada con monosílabos y, a veces, con palabras de desdén.
Leo que hay poco dinero y que por eso el servicio es deficiente. Supongo también que habrá muchos intereses de todo tipo para que las cosas sigan como están. Sindicatos y patronales viven en gran parte de los cursos a los parados. Los adeptos a la teoría de la conspiración van más allá y nos dicen que todo forma parte de una estrategia bien meditada por el Gobierno para desmantelar servicios públicos como el de empleo, y así facilitar la entrada de empresas privadas en la gestión. Esto cuesta creerlo porque antes, cuando había recursos, los socialistas se preocuparon muy poco por mejorar el servicio. Además, si es así, tengo que decir que nuestros gobernantes lo están haciendo maravillosamente. En todo caso, lo que es innegable es que el SEPE es ineficiente y, según están las cosas, conviene cambiarlo de arriba a abajo, aunque eso suponga su privatización. Lo que no tiene sentido es que, por incompetencia de los unos o por los intereses creados de los otros, el antiguo INEM siga sonando a marcha fúnebre.