El derecho al olvido y la necesaria regulación de Internet
Creo que es una buena noticia la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, dando la razón a Mario Costeja y obligando a Google a estudiar caso por caso las peticiones de particulares que quieran retirar informaciones lesivas, pero intrascendentes socialmente, referentes a su persona.
Creo que es una buena noticia la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, dando la razón a Mario Costeja y obligando a Google a estudiar caso por caso las peticiones de particulares que quieran retirar informaciones lesivas, pero intrascendentes socialmente, referentes a su persona.
La decisión, que al parecer contradice la doctrina hasta el momento de la propia Unión Europea, evitará que personas corrientes que en su día cometieron una infracción o una falta (como orinar en la calle o aparcar incorrectamente) sigan vinculados de por vida a ese hecho porque Google, machaconamente, saca como primer resultado la correspondiente multa publicada en el BOE provincial. Al fin y al cabo, todos merecemos una segunda oportunidad y que no se nos prejuzgue por lo que hicimos en el pasado, sobre todo cuando esto es intrascendente.
La sentencia del tribunal de Luxemburgo prima el derecho fundamental a la protección de los datos personales, aunque deberá armonizarse con otros derechos, como el de acceso a la información o a la libertad de expresión (no está pensado el "derecho al olvido" para políticos corruptos con ganas de limpiar su pasado). Sin embargo, creo que la decisión del tribunal europeo supone sobre todo una llamada de atención para los gigantes de Internet, que hasta ahora han campado a sus anchas, amparados por la novedad y la "gratuidad" de sus servicios, y por la aparente inocuidad de sus propuestas.
[Un inciso: en Internet, como en la vida, nada es gratis. Conviene repetirlo: Google o Facebook nos sirven potentes herramientas de comunicación y búsqueda que salen del trabajo de miles de ingenieros y que están respaldadas por granjas con miles de servidores y equipos de almacenamiento de la información ¡menuda inversión! porque, a cambio, cientos de millones de usuarios les damos datos personales y de hábitos de compra que venden a anunciantes y que les generan ingentes cantidades de dinero en concepto de publicidad. Un dinero, por cierto, que no es declarado en países como España y sí en otros donde los beneficios empresariales no están tan gravados. Así funciona la cosa en compañías tan cool como la de Sergey Brin y Larry Page].
Como decía, la decisión de los jueces europeos es un primer paso para poner orden en Internet y puede (o debería) dar un espaldarazo a las propuestas de la comisaria europea Viviane Reding, que para este año había prometido una iniciativa general que regulase aspectos como el derecho al olvido, el derecho a la portabilidad de los datos entre distintos servicios de Internet y entre redes sociales, o la obligación de los proveedores de acortar y aclarar las condiciones de servicio incluidas en esos pliegos interminables de lenguaje críptico y leguleyo que, llegado el caso, les permiten cancelar un programa o una cuenta de correo de un día para otro u obligarnos a ir a California para resolver cualquier contencioso porque no están obligadas a someterse a las leyes locales, como casi todo hijo de vecino.
Como dice el bloguero Norberto Gallego, con esta admisión del derecho al olvido del Tribunal de Justicia Europeo, puede que estemos ante la primera línea de un código de conducta general que todavía está por escribirse. Un código que creo muy necesario y que deberá regular aspectos que la euforia del falso todo gratis en Internet nos hizo olvidar. Al poco de conocerse la sentencia, el incombustible bloguero Enrique Dans ponía el grito en el cielo asegurando que el mundo a partir de ahora va a ser mucho menos transparente y que el derecho al olvido acabará con la propuesta de valor de "una de las herramientas más importantes que ha creado la civilización humana". Creo que no conviene idealizar las cosas ni anunciar el reino de los cielos en la tierra antes de tiempo.
Reconozco la enorme utilidad del buscador (yo mismo lo uso a cada minuto), pero creo que, como el resto de los mortales, Google, al fin y al cabo una empresa que cotiza en Bolsa y factura 60.000 millones de dólares y gana más de 10.000 al año, el doble que Telefónica, debe someterse a los límites de la ley y a los derechos de las personas. Como también lo hacen -por poner dos ejemplos de compañías cool- los laboratorios de las vacunas, que salvan la vida a millones de niños de todo el planeta, o las aerolíneas low-cost, que han democratizado el derecho a viajar y conocer otros países en medio mundo. Sinceramente, no entiendo el trato diferencial que algunos le dan a las empresas de Internet.
Enrique Dans nos dice que el que quiera borrar parte de su pasado debería ir a la fuente original. Sin embargo, el 99,9% de los mortales llega a la información o al documento que nos compromete a través de la herramienta de búsqueda de Google. Además, sinceramente, no creo que la sentencia vaya a colapsar la centralita de Google con llamadas de usuarios reclamando el borrado de vínculos (hasta ahora la Agencia Española de Protección de Datos había recibido 220 reclamaciones para borrar datos intrascendentes).
Tampoco creo que la medida vaya a acabar con el modelo de negocio y la línea de innovación de Google, ni con la sacrosanta neutralidad de la red, ni con sus sacrosantos valores fundacionales, sean estos los que sean. En la defensa a ultranza de esa entelequia que es la Internet de los padres fundadores, supuestamente un terreno abonado para la innovación, las libertades individuales y el fair play empresarial, algunos están olvidando los derechos de los más débiles. Con la desregulación que proponen demuestran que no han asumido las lecciones de la macrocrisis económica de los últimos años, que tantas víctimas ha dejado por el camino en nombre, precisamente, de esa desregulación. Google, al fin y al cabo la mayor empresa de publicidad del mundo, y las multinacionales de la red sacan productos y servicios que a todos nos seducen, pero, como el resto de nosotros, deben acatar unas reglas del juego que todavía están por marcarse. La sentencia del tribunal europeo es un primer paso.