La política de las gafas de cerca
La política española nunca anduvo sobrada de internacionalismo. En los cuarenta años de democracia han pesado los cuarenta anteriores, marcados por un inequívoco cerrojazo exterior. Pero también es cierto que la integración en la UE, la necesidad de tejer vínculos políticos y una mayor presencia empresarial, contribuyeron a revertir el aislamiento de siempre. Todo esto ha sufrido un gran parón en los últimos años.
Manifestación contra la pobreza internacional en 2005 en Madrid. Foto: Juan Vicedo/Oxfam Intermón
Vayan por delante mis excusas y mi comprensión para las personas que necesitan gafas de cerca: en sí mismas, y en ciertas edades de la vida, son una herramienta imprescindible. Pero me permito usar esta imagen para reflejar a quienes, en la política de nuestro país, andan preocupados sólo por lo que ocurre justamente delante de sus narices, sólo en el ámbito más cercano que se alcanza con la mirada. Porque mirar sólo a corta distancia implica con toda seguridad no ser consciente del propio lugar en el mundo.
La política española nunca anduvo sobrada de internacionalismo. En los cuarenta años de democracia han pesado los cuarenta anteriores, marcados por un inequívoco cerrojazo exterior. La atávica necesidad hispana de enzarzarnos entre nosotros ha seguido restando energías al mirarnos en el mundo y en cómo contribuir a los desafíos que enfrenta una humanidad zarandeada, en un planeta que a duras penas nos sostiene.
Dicho esto, la integración en la UE, la necesidad de tejer vínculos políticos y una mayor presencia empresarial, contribuyeron a revertir el aislamiento de siempre, tan grato y familiar. Barriendo para casa, es indudable que la cooperación al desarrollo constituyó una de las primeras presencias en el exterior, con las personas y organizaciones anticipándose a los dineros -que apenas había-, y a las políticas e instituciones, -que todavía no existían. Fuera en su forma religiosa o laica, en los países en desarrollo lo primero que se supo de España fue nuestra capacidad de cercanía a quienes sufren, imbricados en la sociedad local más humildemente que el posterior desembarco empresarial, o que una diplomacia oficial cordial aunque distante.
La proyección desde Europa, la presencia integral en América Latina, comercial en Asia, política en Oriente Medio y cooperante en África, conformaron la acción exterior de los gobiernos de dos décadas, hasta la crisis de 2008. Con diversos énfasis: europeístas, multilateralistas, atlantistas... Con tiempos lamentables como el de la gran alianza con Bush y Blair. Y sin embargo, incluso en esa época se podía percibir en los gobernantes una vocación internacional, contribuyendo a la acción global. De forma rechazable, sí, aunque activa.
No ha sido el caso desde el inicio de la recesión y, peor aún, no lo es ahora. Los sucesivos golpes de la crisis global en su aterrizaje doméstico noquearon la tenue mirada exterior de España, aun frágil en sus capacidades humanas, financieras y políticas. Esta vuelta al interior parecería razonable cuando todo se llenó de recortes, paro galopante, corrupción e indignación. Aunque cabe recordar que las raíces de la crisis se encuentran cuando menos repartidas entre lo inmobiliario y financiero nacional, y el casino global en el que nos hacen jugar quienes pueden y se benefician.
Señores Garzón, Iglesias, Rajoy, Rivera y Sánchez, créannos, de verdad, no es un tópico, lugar común o muletilla: el sumidero de la fiscalidad paradisíaca y el déficit público, el modelo productivo y el paro, los cambios en el clima y la energía, los flujos migratorios, la corrupción, la seguridad y la libertad..., nada de esto se juega solo en la cancha patria. Y lo anterior es todo, o casi todo. Si a los intereses del país les sumamos una mínima vocación solidaria y responsable de lo que le ocurre a la humanidad, entonces el peso de lo internacional debería ser mucho mayor.
En América Latina estamos bajo mínimos. Hasta Francia resulta más activa en procesos tan cruciales para la región como es el de Cuba. El interés renovado de Estados Unidos y Canadá, la abrumadora presencia asiática y los procesos propios de la región para dotarse de mecanismos de cooperación al interior y con otras regiones nos están dejando en los márgenes de lo cultural. No se puede fiar la acción política solo al espacio Iberoamericano, que bastante hace con mantenerse en pie con suficiente relevancia.
Allí y en otras regiones, hemos vuelto a poner lo comercial y económico por delante, con lo político a su servicio. La cooperación al desarrollo la han dejado anoréxica, el mejor reflejo de nuestros "visionarios globales": miopes e insolidarios.
Ni me corresponde ni cabe hacer aquí una valoración uno a uno de los líderes políticos y del círculo de confianza que les rodea. He tenido la oportunidad de reunirme con todos, salvo con el Sr. Rajoy. He visto un genuino interés por enfrentar los retos de la desigualdad en España, la preservación del medio ambiente o la regeneración democrática. Hay sensibilidad por el drama de los refugiados que huyen de las bombas y la persecución y gritan desesperados en nuestra puerta, donde se topan con el orgulloso muro y la hiriente valla de nuestro Gobierno.
Y ya. Poco más. Uno nota en ellos, en sus palabras, cuando les brillan o no los ojos, que no hay gran entusiasmo o vocación en general, que hay poca experiencia en algunos, que no se han curtido ni tampoco han cuidado por su parte las relaciones allende fronteras, personales y de partido. Conste que la responsabilidad es compartida. Medios de comunicación, empresas, movimientos y organizaciones sociales; nadie quiere o al menos nadie está siendo capaz de arrastrar a la opinión pública más allá de la piel de toro. Los años de discusión sobre el modelo territorial y estos meses de asfixiante agenda de pactos de gobierno solo han acentuado el localismo. Asumo lo que nos toca a las ONG de desarrollo, centros de pensamiento y profesionales curtidos en tareas internacionales. Nos hemos dejado la piel sí, pero hemos perdido conexión y, salvo excepciones, no hemos logrado interesar ni influir en el debate de forma suficiente. Corremos un serio riesgo de ser percibidos como una élite internacionalista alejada de la gente y de la agenda real, tan nacionalizada.
La irrelevancia internacional nos pasará factura. A todos, no solo a quienes tratamos de mirar más allá de nuestras playas para saber qué ocurre y actuar.