Amenazando la pervivencia de la especie varias veces
Mi marido y yo nos levantamos el lunes amenazando la pervivencia de la especie. Un par de veces. Esa tarde me acordé de mi tía Feli, que estuvo intentando perpetuar la especie durante décadas y no hubo forma: mi tío Jorge no perpetuaba nada más que sus borracheras. Y de Marta y María, que han adoptado a una preciosa niña china. Hablé con José, mi amigo el cura, que amenaza la pervivencia casi constantemente y con mi vecina Juana y su marido Carlos, que se casaron a los setenta y seis.
Mi marido y yo nos levantamos el lunes amenazando la pervivencia de la especie. Un par de veces. Después de desayunar, salimos corriendo a nuestros trabajos (tenemos trabajo los dos, de momento) y dedicamos un porcentaje no despreciable de nuestro tiempo a trabajar para el Estado, como todo el mundo. Incluso lo hacemos a gusto (cada vez menos).
Al mediodía, tuvimos un breve encuentro y nos entraron muchísimas ganas también de amenazar la pervivencia de la especie, pero estábamos en un restaurante, y, aunque no era la primera vez que amenazábamos la pervivencia de la especie en ese mismo sitio, tuvimos que salir de nuevo a todo trote para trabajar unas cuantas horas más.
Esa tarde me acordé de mi tía Feli, que estuvo intentando perpetuar la especie durante décadas y no hubo forma: mi tío Jorge no perpetuaba nada más que sus borracheras. Y de Marta y María, que han adoptado a una preciosa niña china. Y que me cuentan que si la pervivencia de la especie estuviera amenazada, la guardería les saldría gratis.
Hablé con José, mi amigo el cura, que amenaza la pervivencia de la especie casi constantemente y con mi vecina Juana y su marido Carlos, que se casaron a los setenta y seis años y amenazan la pervivencia de la especie todo lo que pueden (que no es poco, por lo que oímos a través de las paredes de la casa en la que estamos hipotecados hasta las cejas, cuyo IVA e IBI también pagamos religiosamente, si es que esa palabra no significa ya todo lo contrario de lo que aparenta).
Llegamos agotados a casa, casi sin ganas de amenazar ya nada. Leímos los habituales correos de las ONG en las que colaboramos, en los que se nos cuenta que la especie en determinados países está amenazada precisamente por lo contrario de lo que pudiera parecer: demasiada especie.
Mi marido se pregunta (él se pregunta muchas cosas): "Y si no estuviéramos casados. ¿Estaríamos garantizando la pervivencia de la especie? ¿Con quién?"
Yo le recuerdo a Marisa, su novia adolescente, y él se pone de morros. Sé que es el momento de proponerle amenazar la pervivencia de la especie una vez más antes de dormirnos. Prefiero esperar a mañana para contarle lo de mis donaciones de semen, que por lo visto funciona igual que el de los demás.
- ¿Realmente vale la pena que la especie perdure?- me pregunto después, pero no lo digo en voz alta.
- Por cierto -me dice-. Marta y María están embarazadas. Las dos. Shui lleva dando saltos todo el día por la casa, como una loca. ¿No habrás tenido algo que ver?
Me hago el dormido, claro. No estoy ahora para explicaciones.