Capítulo XXVI: La casa
Tras cabalgar durante algo más de una hora a trote constante, el vaquero se detuvo ante una mansión a las afueras de la ciudad. Ató el caballo a una farola y llamó a la puerta. Alguien abrió y tras escrutarle detenidamente, le invitó a entrar.
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El Capitán Pescanova sigue tras la que es su pista más sólida hasta el momento para tratar de esclarecer la muerte de Mimosín: en su cadáver se encontraron restos de leche condensada. Tras visitar a la abuela de la fabada, que en el pasado se había dedicado al proxenetismo, para preguntarla por cierta chica relacionada con aquello, ésta le aconseja que para encontrarla vigile al Vaquero. Ahora, éste le conduce hasta una lujosa mansión.
Tras cabalgar durante algo más de una hora a trote constante, el vaquero se detuvo ante una mansión a las afueras de la ciudad. Ató el caballo a una farola y llamó a la puerta. Alguien abrió y tras escrutarle detenidamente, le invitó a entrar. Cincuenta metros más allá, el Capitán Pescanova paró el motor y apagó los faros del coche. El alumbrado público en aquel barrio dejaba bastante que desear, lo que le permitió situarse bastante cerca de la casa. Transcurridos unos minutos, una luz se encendió tras una de las ventanas del piso de arriba. Pescanova distinguió claramente la silueta del vaquero. Y unos segundos después, la de otra persona. El corazón le dio un vuelco. Era ella, sin duda. Aquel cántaro en la cabeza la delataba. Pero entonces, una mano corrió las cortinas y ya no pudo ver nada más. Casi mejor, pensó. No estaba allí para practicar el voyeurismo. Simplemente quería encontrarla. Y lo había hecho. Con manos temblorosas empezó a cargar su pipa. La visión de aquella mujer le había traído recuerdos que creía borrados para siempre. Afortunadamente, la nicotina le ayudó a tranquilizarse y, poco a poco, el cansancio acumulado a lo largo de toda la semana pudo con la excitación del reencuentro, y, así, fue quedándose dormido. Le despertó un portazo. Silbando alegremente, el vaquero salió al exterior, desató su montura y se alejó sin prisa. El Capitán miró su reloj. Había transcurrido una hora exacta. Luego, salió del vehículo, caminó hasta la entrada de la construcción y tocó el timbre. El corazón volvía a latirle con fuerza.
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