Capítulo LIV: Las espadas
En breves instantes, Morgan irrumpiría en la estancia y le apresaría, a menos que... parecía una locura, pero tenía que intentarlo. Sabía que su antiguo rival era un nostálgico irredento y que preferiría mil veces un duelo a la vieja usanza a un ajuste de cuentas contemporáneo.
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El Capitán Pescanova por fin ha encontrado a Mister Proper encerrado en un camarote en el interior del barco de la organización mafiosa. Para poder rescatarle, pone en marcha un plan temerario: generará un pequeño incendio provocando un cortocircuito en la sala de máquinas. Mientras lo ejecuta, Mister Proper deberá quedarse en su improvisada celda. Pero las cosas se le complican a Pescanova cuando se encuentra con el Capitán Morgan, un antiguo rival.
El lugar al que había accedido el Capitán Pescanova en su huida era una especie de sala de reuniones decorada con motivos militares de todo tipo: armaduras medievales, banderas, pinturas de batallas navales y espadas colgadas en las paredes... Desgraciadamente, no tenía otra salida que la puerta por la que había entrado. Estaba perdido. En breves instantes, Morgan irrumpiría en la estancia y le apresaría, a menos que... parecía una locura, pero tenía que intentarlo. Sabía que su antiguo rival era un nostálgico irredento y que preferiría mil veces un duelo a la vieja usanza a un ajuste de cuentas contemporáneo. De modo que se acercó hasta una de las paredes, de la que pendía un magnífico juego de sables, los descolgó y esperó la llegada de su archienemigo con ellos en la mano.
- ¡Detente, Morgan! -gritó en cuanto el pirata cruzó el umbral-. Ambos somos hombres de honor, ¿no deberíamos resolver esto como tales?
Nada más terminar la pregunta, le lanzó uno de los sables. Morgan lo agarró al vuelo y lo contempló durante unos segundos. Después, miró fijamente a su oponente con expresión carismática, se guardó la pistola y sonrió.
- De acuerdo, Pescanova. En el fondo, la manera en que mueras, me es indiferente. Y reconozco que atravesarte con esta espada, resulta si cabe más tentador que llenarte el cuerpo de plomo.
El plan no era perfecto en absoluto. El Capitán Pescanova era un pésimo espadachín, pero al menos tendría alguna oportunidad más de sobrevivir que enfrentándose a un arma de fuego.
- Te aseguro que he soñado muchas veces con este momento, -prosiguió Morgan mientras se acercaba a él, sable en ristre- cada uno de los días que por tu culpa he pasado en tierra, lejos del lugar que me corresponde como marino que soy. Cada vez que me despertaba, apoyaba mis pies en el suelo y sentía que lo que había bajo mis zapatos era tierra seca y no madera húmeda, me acordaba de ti, maldito chivato de mierda. Tuve que ganarme la vida haciendo de Capitán Garfio en los desfiles de Disneylandia, en la de París, ni siquiera en la buena. ¿Sabes lo que es eso? Cantando y bailando gilipolleces mientras una legión de niños desbocados intentan comprobar si tu garfio es real o de pega. Un puto infierno. Luego, cuando me contrataron en este yate, volví a ser feliz y el olor de la brisa del mar me ayudó a olvidarte casi por completo. Pero hace un minuto, cuando te he sorprendido en mi sala de máquinas con ese ridículo disfraz de no tengo ni idea qué, he recordado de golpe todos esos años de exilio forzado en el continente. Te odio más que nunca, Pescanova y voy a darte tu merecido aquí mismo. Ha llegado la hora de mi venganza... ¡En guardia!
Morgan avanzó hacia el policía y las espadas chocaron. Y nada más chocar, se rompieron en pedazos.
- ¡Me cago en todo lo que...! -maldijo el corsario- ¡Menuda mierda de espadas! Si son de las que les venden a los turistas en Toledo. Joder, qué rabia, ¿es que no puede uno vengarse como dios manda? Bueno, pues nada, habrá que volver al plan original -dijo, mientras volvía a sacar la pistola.
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