Las erratas están vivas
Corregir un texto escrito es una tarea titánica. Es más difícil que escribirlo. Ya lo dijo Borges: "Publico para dejar de corregir". Y es que, entre corrección y corrección se cuelan a veces más erratas de las que había. Pero el autor es el menos capacitado para detectarlas.
Corregir un texto escrito es una tarea titánica. Es más difícil que escribirlo. Ya lo dijo Borges: "Publico para dejar de corregir". Y es que, entre corrección y corrección se cuelan a veces más erratas de las que había. Pero el autor es el menos capacitado para detectarlas.
Soñé hace poco que estaba hablando en público de la dificultad de corregir las erratas y de su tipología: entre otras, las debidas a errores dactilares (si escribes sobre el teclado), las generadas al cambiar alguna palabra o frase, y las que permanecen ocultas al ojo propio, normalmente porque leemos muy deprisa.
De repente, al escuchar mis palabras, los libros que estaban presentes en la sala se abrieron y comenzaron a salir de ellos erratas de todo tipo, dando saltos y haciéndose perfectamente visibles. Se pegaban al micrófono y no me dejaban hablar. Se sentaban entre el público entorpeciendo su visión. Se armó un buen escándalo.
Cada vez estoy más convencido de que para corregir textos se necesitan expertos de verdad. Pero esa es una especie en vías de extinción. En los periódicos, y en no pocas editoriales, esa figura ha sido sustituida por los propios autores, por amigos de estos, o por becarios. Y ni unos ni otros suelen estar bien dotados para fulminar las erratas.
Para detectarlas y corregirlas hay que ser como un cíclope. Hay que mirar los textos con un solo ojo. Sin piedad. Si miras los escritos con los dos ojos, con cariño -como hace el autor-, siempre se te escapa algún disparate. O generas más errores al cambiar algo para evitar repeticiones, o para que se entienda mejor, o para darle una sonoridad que inicialmente no tenía.
Si eres un amigo del autor, es difícil que puedas ayudarle a corregir de una forma definitiva. Sin darte cuenta, te dejas invadir por las erratas. Las consideras parte esencial de lo que escribe tu amigo y les perdonas la vida.
Y si eres un becario inexperto, lo que puede suceder es imprevisible. Tu escaso sueldo ayuda a mejorar los resultados contables de quien te paga, pero puede resquebrajar de manera peligrosa su imagen pública. Eso, suponiendo que en su negocio se dé importancia a la ardua tarea de combatir las erratas.
Conclusión: la verdad es que solo se me ocurren dos opciones. La primera y más sensata es la que recomiendan los más avezados: dejar reposar los textos y no tener prisa por publicarlos. Volverlos a leer, como si no fueran tuyos. Borrar las palabras que no son necesarias y "dejar solo las que merecen existir porque son mejores que el silencio", como decía Galeano que decían Onetti y Rulfo.
La segunda está más en consonancia con nuestros tiempos: permitir que las erratas tengan vida propia. Al menos se hablará de ellas y, en consecuencia, también se hablará del autor. Habrá incluso quien piense que forman parte de un nuevo estilo que se está gestando en las redes globales globalizables.
Y ya se sabe: en el mundo editorial, impreso o virtual, informativo o literario, científico o divulgativo, más vale que se hable de ti, aunque sea para ponerte a caer de un burro.
Dejemos que las erratas sugieran por sí mismas, o acabemos con ellas de un modo profesional. Pero las medias tintas no dejan satisfecho a casi nadie. Ni siquiera a las propias erratas.