Los colegas mossos del torturador Matute
Matute me asaltó hace unos días mientras veía el vídeo de unos Mossos d'Esquadra dándole patadas a un empresario y que se había estado peleando antes con otro individuo. No sé qué golpe fue el definitivo y si vino antes, durante o después de la policía. Tampoco sé si el tío era buena persona o un gañán. Pero aquellos señores parecían la guardia de asalto de cualquier régimen fascista.
"¿Usted usa reloj, verdad?", preguntó el fiscal. "Sí, mírelo", respondió ufano el comisario Matute, que tenía uno de buena calidad. "¿Y le gusta quitárselo para pegar a los detenidos?" Entonces, Matute se quedó callado. Aquel joven fiscal de 26 años, que había llegado a Tenerife en 1974 y que se llamaba Mariano Fernández Bermejo, iba en serio.
José Matute era un policía experimentado cuando se topó con Bermejo. Bajito, cinturón negro de judo, bigote fascista, antes de ir a Canarias, había servido en el Protectorado español de Marruecos y en los círculos políticos y policiales se conocía la crueldad con la que quebraba a sus detenidos. En 1975, con el régimen descomponiéndose, Matute protagonizó dos de los episodios más siniestros del final del franquismo en Canarias: la muerte del obrero Antonio González Ramos y las torturas al estudiante Julio Trujillo Ascanio.
A González Ramos fueron a buscarlo a su casa un 29 de octubre de 1975, a la una y media de la mañana, para llevárselo a Matute. Lo que pasó luego, según el sumario, fue espeluznante: "Estando con las muñecas a la espalda, fue repetidas veces golpeado por el Inspector, con la mano abierta, en el cuello, propinándole rodillazos en el estómago. Derribada la víctima en el suelo, se dejaba caer Matute, con sus rodillas sobre la caja torácica y boca del estómago, produciéndole múltiples lesiones contusivas de forma circular en región epigástrica e hipocondrio derecho, con hígado desgarrado y con hematoma en celda renal derecha".
"Antonio era muy buena persona, un tío humilde. El típico mago canario, como se llama aquí a la gente de campo. Una persona con mucha dignidad". Me lo contó hace un par de años el periodista Julián Ayala, amigo y compañero de González Ramos en el Partido de Unificación Comunista de Canarias (PUCC), donde empezó a militar después de unos años de emigrante en la Alemania Federal con su esposa Enomías. Ahí conoció a gente del PCE y cuando volvió a Canarias ayudó a organizar CCOO en la isla. Tantos años después y Ayala me contaba aquello con pesar, como si el destino, injusto, se hubiera cebado con el eslabón más débil. O el más bueno.
Con Trujillo pude hablar en una cafetería de Madrid, donde vive y trabaja como periodista desde hace más de treinta años. Luego hemos charlado otras veces, con bastante afecto. Él era de la Liga Comunista Revolucionaria, un grupo trotskista. Algunos de sus miembros se habían acercado a gente de ETA que quería dejar la lucha armada en segundo plano. Con esos antecedentes, me sorprendió mucho su evolución ideológica. "Ahora estoy en posiciones mucho más conservadoras y las defiendo sin complejos". Él me explicó sus razones: "Con el tiempo me di cuenta de que esa ideología revolucionaria en la que creí también era muy destructiva y antidemocrática". Pero lo peor de aquella mañana del 19 de septiembre de 1975 en la que lo fueron a buscar a su casa y le dijeron con una pistola "que si se movía era pajarito frito", fueron las secuelas de las maldades de Matute, que duraron cinco días, con su reloj cerca, grande, muy grande, con el fondo negro: "Aquello me desestructuró y afectó a mis relaciones personales durante mucho tiempo".
Cuentan que cuando la cosa se puso dura, Bermejo comenzó a dormir con un arma de caza al lado de la cama. Seguramente, en aquella época no se imaginaba que algún día sería ministro de Justicia, ni que la caza lo haría dimitir. Pero mientras algunos señoritos que luego lo crucificaron estaban cómodamente arrepochingados en el sofá de casa, él le plantó cara, casi solito, al policía más terrible y temible que había en Tenerife. A Matute luego lo salvó la Ley de Amnistía de 1977 y volvió a puestos de responsabilidad. Hasta que en 1983 Julio Trujillo lo vio en una operación de rastreo antiterrorista en el Barrio del Pilar, en Madrid: "Aquel tipo me torturó", le dijo al ministro Barrionuevo. Y entonces, esta vez sí, Matute acabó sus días como policía en una oficina de DNIs y pasaportes, peleándose con sus jefes, como el matón que era.
Las historias nos asaltan sin avisar. Y Matute me asaltó hace unos días, en mi mesa de la universidad, mientras veía el vídeo de unos Mossos d'Esquadra dándole patadas en el cuerpo a un empresario que finalmente murió y que se había estado peleando antes con otro individuo. No sé qué golpe fue el definitivo y si vino antes, durante o después de la policía. Tampoco sé si el tío era buena persona o un gañán. Pero aquellos señores parecían la guardia de asalto de cualquier régimen fascista.
Matute pasó una época de su vida en Barcelona y seguramente se frotó las manos si tuvo a algún militante de ERC en la covacha donde torturaba a sus detenidos. Por eso me produce espanto que este partido, que unos días es de izquierdas y apoya tripartitos y otros días sostiene al Gobierno más ultraliberal de la historia reciente de Cataluña, no haya apoyado la petición de dimisión del jefe de los mossos. Por mucho frente catalanista que valga. No me gustan los matones en la policía. Ni en la Nacional Española. Ni en la Nacional Catalana.