Fragilidades migrantes
La falta de control sobre las cosas que sentimos cuando estamos fuera de casa puede ser aterradora, como cuando uno está en un avión con brutales turbulencias y no puede hacer nada, aunque desearía saber pilotar el avión para poder quitar al piloto de los mandos y controlar el destino propio.
Si uno se despierta en su casa de toda la vida con un fuerte dolor de barriga y ganas de ir al baño, normalmente se acerca al retrete, vacía las tripas, tira de la cisterna y se vuelve a la cama. Cuando ocurre a miles de kilómetros del hogar seguro, uno se siente frágil y la mente puede deslizarse por el mundo de las paranoias, los sudores fríos, las operaciones a vida o muerte, las fatales bacterias tropicales de mutación infinita o los súbitos tumores terminales que no dan tiempo de llegar a casa, a la de verdad, para morir tranquilamente rodeado de la familia. Nuestra emigración es el paraíso comparada con los que se descarnan los brazos en la vallas de Melilla, pero incluso así, a veces hay temor.
Se llama el miedo a lo Real, que para algunos psicoanalistas no es un sinónimo de la realidad, sino esa dimensión fantasmagórica de nuestra propia existencia que está siempre presente y nos acecha: el miedo al final, al zarpazo terrible del más terrible de los monstruos. El susto intenso, radical, la pesadilla última de nuestra propia disolución.
Lo Real visitaba a algunos estudiantes canarios, me contó una vez un psiquiatra estupendo, cuando se iban a estudiar a la península ibérica y no podían aguantar lejos de casa y de un territorio como la isla, con implicaciones psicológicas tan particulares. Y lo Real debió visitarme a mí cuando estuve viviendo un tiempo por Katmandú y me pasaba el día pensando en el "gran terremoto" que pronosticaban los expertos en una ciudad tan mal preparada para cualquier emergencia. Allí, las embajadas extranjeras tenían planes de evacuación y almacenes llenos de provisiones para aguantar varias semanas y, por si acaso, todos los extranjeros teníamos una pequeña caja en el jardín que llamábamos "bag and go", que debía tener comida y material de supervivencia. ¡Qué frágiles, tan lejos de casa!
Luego están las paranoias eurocéntricas: este señor que me va a atender en el hospital, ¿dónde habrá estudiado? ¿Por qué me habla tan lento? ¿No se lava las manos? ¿Por qué saca el termómetro de un vaso con un líquido amarillo y lo vuelve a poner ahí después de usarlo? ¿Estará bien desinfectado?
Cuando estaba en Katmandú me compré una alarma anti-terremoto que me costó 50 dólares. Lo malo es que era tan sensible que sonaba a cada rato, cuando pasaba un camión cualquiera, y mi chica y yo corríamos despavoridos a ponernos debajo de una mesa recia que le habíamos comprado a un aristócrata nepalés.
La falta de control sobre las cosas que sentimos cuando estamos fuera de casa puede ser aterradora, como cuando uno está en un avión con brutales turbulencias y no puede hacer nada, aunque desearía saber pilotar el avión para poder quitar al piloto de los mandos y controlar el destino propio. Pero hay que confiar, desprenderse un poco de sí mismo, confiar, como confiaban los pacientes guineanos de aquel médico catalán que vivía en Malabo y al que todos conocían como el Dr. Pipa. A nadie le daba demasiado miedo el humo que salía de su pipa en el consultorio y todos iban por allí porque era un profesional muy respetado.
Confiemos, porque además parece que "los aventureros" españoles que se han marchado fuera tendrán difícil que los atiendan en un hospital español.
Y es que la política siempre se cuela: el sutil ingenio de Fátima Báñez llamando movilidad exterior a la emigración certificó no sólo el cinismo del Gobierno, sino el abandono del Estado respecto a mucha gente que se tenía que ir. Me acordé de ella el otro día, mientras veía la cara de preocupación de mi chica a las cuatro de la mañana, en la sala de urgencias del hospital donde fuimos por un fuerte dolor de estómago. "¿Cuántos Báñez habrá en la emigración?", pensé. Pocos o ninguno, seguro: son una casta que nunca ha salido de sus almuerzos de camarilla y su chistoso ingenio de privilegiados.
Pero que no se crean que estamos resignados. Esa fragilidad también despereza a los que hemos crecido entre algodones más o menos suaves, un lugar tan propicio para los miedos y el conformismo. Lo decía el otro día un amigo español que también está por estos lares latinoamericanos: "Nuestra generación nunca más se va a olvidar de la política".