Orgullo, dignidad y matrimonio
Aguardamos con impaciencia a que el Tribunal Constitucional se pronuncie y deje definitivamente zanjada esta cuestión, de forma que una vez garantizada la igualdad legal de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales.
Acabamos de celebrar la manifestación estatal del Orgullo LGTB 2012, el sábado pasado, 30 de junio, las calles del centro de Madrid abarrotadas por cientos y cientos de miles de personas. Es la fiesta más populosa que se celebra en nuestro país. Seguramente porque es la fiesta de la diversidad, en la que todas y todos cabemos, con independencia de cuál sea nuestra orientación sexual o identidad de género, nuestro color de piel, acento o creencias. Es la fiesta de la igualdad, de la que tan solo quedan fuera aquellos que, consciente o inconscientemente, practican el odio al diferente, cualquier tipo de odio.
Lo llamamos Orgullo porque durante demasiado tiempo hemos vivido, nos han obligado a ello, en la vergüenza. Y no hay por qué avergonzarse de ser como se es, cuando ello a nadie perjudica, ningún daño hace. Es una gran fiesta, sin duda, y como tal las formas de expresión son alegres, desenfadadas, hiperbólicas, en ocasiones; siempre llenas de música y color, el color del arco iris. Pero antes que una gran fiesta, por encima de todo, el Orgullo es un gran acto de afirmación personal y colectiva de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (LGTB), un colectivo que ha estado tradicionalmente discriminado, que ha sufrido como pocos el oprobio y la injusticia en sus propias carnes, pagando incluso con la propia vida por ello. Sí, el Orgullo es un gran acto de reivindicación política, pues le decimos al mundo entero que no estamos dispuestos a ser considerados personas de segunda clase, simplemente porque nuestra orientación sexual o identidad de género sea distinta a la predominante.
Aunque sea una gran fiesta no nos olvidamos de las miles y miles de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales que todavía hoy en día, también en nuestro país, sufren por ser como son. No nos olvidamos de los adolescentes LGTB, cuya tasa de suicidio es muy superior a la de los mismos adolescentes heterosexuales. No nos olvidamos de sus padres y madres, que tanto padecen por ello. No nos olvidamos de las personas afectadas de VIH/Sida, una enfermedad que ha castigado fuertemente a nuestro colectivo. No nos olvidamos, aunque sea una gran fiesta, de aquellos otros lugares del mundo en los que ser lesbiana, gay, transexual o bisexual te puede costar, literalmente, la vida. El Orgullo es una gran fiesta, sí, pero, antes de nada, es un gran acto de reivindicación política de nuestra DIGNIDAD, para que nunca más vuelva a ser violada, o para que deje de serlo, allí donde aún somos considerados enfermos, gente peligrosa o, sencillamente, delincuentes.
Y es que es nuestra dignidad lo que está en juego. El irrenunciable derecho a que nos dejen vivir en paz, a que no nos agredan, verbal o físicamente, al acceso a un puesto de trabajo en iguales condiciones que los demás, al libre desarrollo de nuestra personalidad; en definitiva, el derecho a todo aquello a lo que cualquier persona, en nuestro país, tiene derecho, sin que pueda existir diferencia alguna justificada en nuestra orientación sexual o identidad de género.
Los avances acaecidos en España durante los últimos años, por lo que se refiere a las personas LGTB, solo pueden ser caracterizados de espectaculares. En poco tiempo, pasamos de estar perseguidos policialmente y castigados penalmente a disfrutar de un reconocimiento pleno de nuestra dignidad, al menos, en el plano legal.
Y uno de los hitos fundamentales de ese camino, jalonado de episodios heroicos y de otros dolorosos, es el que tuvo lugar en 2005, cuando se aprobó una reforma del Código civil para permitir que las personas del mismo sexo pudieran contraer MATRIMONIO en iguales condiciones, con idénticos derechos y obligaciones, que las personas de sexo diferente. Fue un momento de júbilo, pues significaba el penúltimo escalón al que subir para disfrutar de la plena igualdad legal. Pero, como bien sabemos, pocas semanas después de la entrada en vigor de esta ley, la misma fue recurrida ante el Tribunal Constitucional. Desde entonces han transcurrido siete años. Siete años de incertidumbre, de inseguridad, de angustia. Siete años que pueden desembocar en breve en una sentencia de nuestro máximo intérprete de la Constitución.
Desde la prudencia, pero también desde la ilusión y, sobre todo, el firme convencimiento, no dudamos que será una sentencia favorable a la constitucionalidad del matrimonio igualitario. No se trata solo de la expresión de un íntimo deseo. Nuestra opinión se basa en firmes argumentos jurídicos. De la Constitución española de 1978 no es posible derivar, por más que se quiera, ninguna prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo. La Constitución deja libertad al legislador para regular este tipo de uniones. Es más, de una interpretación sistemática del todo constitucional cabe derivar la necesidad de una conclusión así. Porque nuestra Constitución, en su artículo 14, al tiempo que garantiza la igualdad de todos ante la ley, prohíbe toda discriminación, en palabras del Tribunal Constitucional, también por razón de orientación sexual o identidad de género. Es más, la propia Constitución, en el artículo 9.2, conmina a los poderes públicos a que hagan todo lo posible para que la igualdad del individuo sea real y efectiva, removiendo todos los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. A ello hay que añadir que la igualdad es un valor superior del ordenamiento jurídico, según dispone el artículo 1.1, de forma que el resto de las normas e instituciones jurídicas han de ser interpretadas a la luz del mismo.
Estos argumentos, junto a otros que no es posible exponer ahora, han llevado a que la iniciativa de COGAM (Colectivo de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales de Madrid) a favor de la constitucionalidad del matrimonio igualitario haya sido avalada por cien catedráticos y profesores de Derecho constitucional de Universidades de toda España, entre los que se encuentran algunos de los más prestigiosos. No parece baladí que cien destacados expertos en Derecho constitucional sostengan, sin reservas, que la ley de reforma del Código civil que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo es perfectamente constitucional. Además, según demuestra los sondeos de opinión del CIS, el matrimonio igualitario es algo completamente asumido por la sociedad española, que se muestra de manera abrumadoramente mayoritaria, sobre todo, entre los más jóvenes, a favor del mismo.
En fin, todos estos argumentos son los que nos hacen confiar en que la sentencia que, esperemos que muy pronto, dicte el Tribunal Constitucional sea favorable a la constitucionalidad de la referida ley. No podríamos entender que un tribunal que tiene entre sus funciones principales garantizar y proteger derechos, declarase inconstitucional una ley que precisamente lo que hace es ampliar uno de esos derechos a favor de un colectivo que no podía disfrutar de él. Nos parece además inimaginable que nuestro Tribunal Constitucional ignore hacia dónde soplan los vientos de la historia. Son ya varios los países de nuestro entorno que han reconocido el matrimonio entre personas del mismo sexo, y el número va en aumento. Francia será de los próximos, según ha anunciado su gobierno.
Por todas estas razones, aguardamos con impaciencia a que el Tribunal Constitucional se pronuncie y deje definitivamente zanjada esta cuestión, de forma que una vez garantizada la igualdad legal de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, podamos seguir luchando porque esa igualdad, algún día, sea una realidad plenamente asentada, acabando así con la trágica historia de un sufrimiento inútil.