El burro flautista
Los nacionalistas lo tenían claro. En el 2012, con la crisis en pleno auge, y tras un intento de reforma del Estatut que sería declarada inconstitucional, movilizaron a sus partidarios e iniciaron un proceso unilateral de ruptura. La democracia española se encontró así de repente frente al mayor reto que se le había presentado desde el golpe de estado de Tejero. Con el peligro añadido de que ahora se hacía en nombre de los mismos principios en que se sustenta el sistema.
Nunca segundas partes fueron buenas, dice Sansón Carrasco al comenzar la del Quijote, evidenciando la ansiedad que debió experimentar Cervantes al reanudar la escritura de su obra maestra. En marzo del 2004 apareció en El País un artículo titulado Por una segunda transición democrática y plurinacional. Si la memoria no me falla, era la primera vez que se publicaba una propuesta de ese tipo en las páginas de un periódico prestigioso.
El título del artículo, así como la identidad de sus autores (los nacionalistas Carod Rovira, Errazti y Fuster), indicaban claramente las filas de dónde procedía. Recordemos que por esas mismas fechas se intentaba sacar adelante el Plan Ibarretxe, que sería finalmente rechazado en el Congreso. Sin embargo, el artículo recurría a otro tipo de estrategias. El objetivo era el mismo, pero se argumentaba de otro modo. Con más habilidad, sin duda, a juzgar por los resultados.
A diferencia de Ibarretxe, que defendía el derecho a la autodeterminación del pueblo vasco, los autores del artículo expresaban sus reivindicaciones "desde la izquierda democrática". Nacionalismo, izquierdismo y democracia aparecían en el texto estrechamente entrelazados, como si se tratara de una misma cosa. La equiparación, que cristalizaría más tarde en el "derecho a decidir", ha probado ser muy rentable para los independentistas, que han logrado situar en primera línea del debate político una agenda impensable hace diez años, pero muy negativa para las izquierdas. La unidad mostrada frente al Plan Ibarretxe, pasó a mejor vida. En el proceso, la democracia española ha entrado en una etapa de inestabilidad preocupante.
Para iniciar su ofensiva, los nacionalistas supieron elegir el momento. Cuando se publicó el artículo, Aznar acababa de enviar tropas a Iraq, con la oposición de la inmensa mayoría de los españoles, y estaban muy recientes los atentados de Atocha y la victoria socialista en las elecciones de ese año. No quiero enjuiciar hechos que han hecho correr ríos de tinta y que aún hoy provocan encendidas polémicas. Pero me supongo que estaremos todos de acuerdo en que con los gobiernos de Aznar y Zapatero la vida política española experimentó una creciente polarización.
El pactismo de la Transición, cuyos efectos positivos pocos habían discutido, empezó a interpretarse como una traición a principios considerados irrenunciables. En ese contexto, la llegada de la crisis económica unos años después, con su secuela de despidos y desahucios, así como el descubrimiento de abundantes casos de corrupción, no hicieron sino avivar el malestar con un sistema que parecía enfermo. Era necesario un cambio de timón. Pero, ¿hacia dónde?
Los nacionalistas lo tenían claro. En el 2012, con la crisis en pleno auge, y tras un intento de reforma del Estatut que sería declarada inconstitucional, movilizaron a sus partidarios e iniciaron un proceso unilateral de ruptura. La democracia española se encontró así de repente frente al mayor reto que se le había presentado desde el golpe de estado de Tejero. Con el peligro añadido de que ahora se hacía en nombre de los mismos principios en que se sustenta el sistema.
El "derecho a decidir" permitió a los nacionalistas plantear sus reivindicaciones como si se tratara de una mera formalidad democrática. Porque, a ver, ¿quién que acepte la premisa de que el poder reside en el pueblo puede oponerse a que se saquen las urnas a la calle? Lo de menos es para qué. Si la Constitución no lo permite, el problema está en la Constitución, no en los que la burlan. Un mero texto legislativo, producto de oscuros tejemanejes políticos, no puede utilizarse para impedir que el pueblo se pronuncie libremente.
La mención de la voluntad popular consiguió atraer a sus posiciones a otro grupo propenso a ese tipo de místicas. La izquierda radical, partidaria de la llamada democracia directa, no podía negarse a lo que pedían los nacionalistas. Mucho menos, cuando la propuesta venía de sus supuestos compañeros de luchas. Si el pueblo debe consultarse sobre todo tipo de asuntos, ¿cómo negarse a que se hiciera sobre esa cuestión específica?
La idealización (o tergiversación) del concepto de democracia ha proporcionado un valioso aliado a los nacionalistas y un quebradero de cabeza al país. Dos puntos conviene aclarar. En primer lugar que, como consecuencia de ello, el centro de gravedad de la izquierda se ha escorado hacia cuestiones ajenas a su carácter. No es de extrañar la fractura que se ha producido en sus filas, ya que el desplazamiento desvirtúa la esencia de su programa. La razón de ser de las izquierdas ha sido siempre la solidaridad. Pretender que problemas sociales e identitarios vayan unidos es ignorar la evidencia. Curiosamente, las regiones de España en las que con más fuerza ha prendido el espíritu independentista son también las más ricas. Que la independencia de Cataluña pueda contribuir a mejorar el bienestar de "sus" clases bajas, por muy dudoso que sea, es un argumento que sólo pueden utilizar los nacionalistas. Las izquierdas, si quieren mantenerse fieles a sus señas de identidad, deben denunciar los desequilibrios de todo tipo que existen en el país. Tanto desde un punto de vista de clase como regional.
Por otro lado, no tiene sentido pensar que la democracia directa es "más pura" que la representativa. Un convencimiento de este tipo sólo pueden tenerlo quienes confunden un sistema de gobierno con una entelequia platónica. En la práctica, ese tipo de democracia ha mostrado sus limitaciones cada vez que se ha ensayado. Ahí están los documentos históricos para probarlo. En La velada en Benicarló de Azaña, un cirujano llamado Lluch lamenta la manía de someterlo todo a votación, que tantos problemas estaba causando a la Segunda República, y comenta con amargura que tal vez llegaría un momento en que se vería obligado a esperar a que el comité correspondiente le autorizara a cortarle una pierna a un paciente con gangrena.
La democracia que ha demostrado funcionar bien en todas partes es la de carácter representativo. Por eso se imita. No es la panacea, por supuesto. Simplemente, ha demostrado poder resolver en la práctica, mejor que otras formas de gobierno, las inevitables tensiones que aquejan a cualquier sociedad. El doble pilar en que se asienta es el voto periódico para elegir representantes en los distintos niveles, y reemplazarlos cuando se considere necesario, así como la capacidad para redactar unas reglas de juego consensuadas. Lo que se denomina una Constitución. Para que eso sea posible, es indispensable poseer una clase dirigente inteligente y capaz, abierta a hacer concesiones y a negociar acuerdos.
Eso es lo que pensamos que había sucedido en la Transición. Fuimos muchos los que consideramos que los representantes de las distintas fuerzas políticas habían aprendido la lección de varios siglos de historia convulsa y empezaban a comportarse de una manera sensata. Luego se ha comprobado que no fue así. Ciertos grupos efectuaron al parecer concesiones, no porque dedujeran que la moderación es necesaria para generar estabilidad, sino porque juzgaron que se trataba de la estrategia correcta en aquel momento concreto. Pero negociar implica ceder. Y lo que recibo a cambio no puede constituir el punto de partida para otra negociación en la que exigiré nuevas concesiones, hasta lograr atraer al otro a mi posición inicial. En ese sentido, me pregunto, ¿en qué se diferencia la exigencia actual del derecho a la autodeterminación de los nacionalistas de la máxima aspiración que tenían al sentarse a negociar hace cuarenta años? Lo que se ha observado, en todo caso, es un desplazamiento hacia posiciones más extremas. Además con el apoyo, o la comprensión al menos, de una parte de la izquierda no nacionalista. Lo que ha servido para legitimar la radicalización y agravar el problema.
El autor canario Tomás de Iriarte escribió a finales del siglo XVIII una fábula en la que un burro resopla sobre una flauta abandonada y emite una música agradable que después, por más que lo intenta, no consigue reproducir. La moraleja de la historia no podemos permitir que se aplique a nosotros. Lo que en la Transición se hizo por casualidad o por picaresca, estamos obligados a repetirlo ahora por convicción. Porque acercar posiciones, ceder, hallar espacios de encuentro sobre los que asentar la convivencia, es la base del sistema democrático.
Indudablemente, habrá quien no comparta esta actitud conciliadora. Habrá quien considere que sus principios son irrenunciables, que la flexibilidad es propia de espíritus débiles o mezquinos. Pero, quien así piense, debería dejar de utilizar un concepto, que, si goza hoy en día de un prestigio generalizado, no es por la pureza de sus ideales, sino por la evidencia de sus beneficios.