Terrorismo y realismo
Nos hemos acostumbrado a la paz. A la absoluta tranquilidad en un contexto seguro. A un Estado que garantiza (incluso precariamente) que no estaremos solos ante el paro, la enfermedad, la necesidad. Y por ello es sorprendente nuestra sorpresa ante amenazas de baja intensidad que se nos presentan como intolerables, inasumibles.
Vivimos de mantras, que no de criterios. Nuestra sociedad se ha acostumbrado a admitir sin ningún -o en el mejor de los casos, con escaso- espíritu crítico eslóganes presentados como verdades axiomáticas.
Nunca el mundo occidental ha disfrutado de un espacio tan extenso e intenso de paz como desde finales de la II Guerra Mundial. Desde 1945, la casi totalidad de los conflictos han sido internos. El resto fueron insurrecciones, revoluciones, masacres o incluso genocidios... pero intranacionales y periféricos. No nos tocaban directamente.
Nos hemos acostumbrado a la paz. A la absoluta tranquilidad en un contexto seguro. A un Estado que garantiza (incluso precariamente) que no estaremos solos ante el paro, la enfermedad, la necesidad. Y por ello es sorprendente nuestra sorpresa ante amenazas de baja intensidad que se nos presentan como intolerables, inasumibles.
¿Cómo es posible que hayamos llegado al punto presente donde el terrorismo se ha convertido en una fuente de tamaña inquietud que llega incluso a afectar nuestro propio sistema de vida?
Ciertamente el terrorismo no es menospreciable, despreciable. Es y debe ser apreciable. Pero reduciéndolo a su propia magnitud, no tanto cuantitativa como cualitativa: impidiéndole que afecte nuestra conducta transformándola en aquello que precisamente desea.
Así, el 11-M, una barbarie localizada y numéricamente irrelevante respecto a tanta muerte en tanta guerra del pasado, fue capaz de afectar un proceso electoral en España. Y el mínimo Rodríguez Zapatero devino presidente de Gobierno más allá del más remoto de sus sueños.
Y el 11-S, otra barbarie localizada, fue un antes y un después. La histeria transformó la historia. Estados Unidos se hundió en la miseria moral recreando gulags neosoviéticos en Herat, Guantánamo, en las cárceles secretas de los barcos de la US Navy, en nuestras propias cárceles secretas en Europa, en la transferencia de presos para ser interrogados por aliados con ningún escrúpulo, en la tortura ahora descubiertapor el Senado norteamericano... Esa fue la victoria del terrorismo, que no pudiendo nunca alcanzar su objetivo máximo consiguió el mínimo: destruir nuestros valores fundamentales, los derechos humanos.
No debemos olvidar que el éxito del terrorismo no consiste en la magnitud del objetivo (la destrucción o la muerte), sino el efecto que el atentado produce sobre la sociedad. Así, el impacto emocional trasciende a la limitación objetiva de la propia barbarie. Los tres mil asesinados en las Torres Gemelas alcanzaron el efecto de una bomba atómica sobre Nueva York.
La sociedad occidental exige plena seguridad. No acepta la frustración, la barbarie que, inevitablemente, son parte de nuestra vida.
Frente al terrorismo, exigimos absoluta eficacia, un imposible absoluto. Incluso aceptamos como solución la negociación con esos criminales, pagando millones de euros por la liberación de rehenes..., aunque ello signifique la muerte posterior de miles de africanos. Es paradigmático el caso de Mohktar bel Mohktar, responsable del secuestro de compatriotas liberados tras negociaciones (y pagos), hoy líder del terrorismo árabe en Malí.
La lucha contra el terrorismo y el crimen organizado tiene un doble campo: el público (detenciones, combates incluso) y el estratégico (agotar, colapsar su logística atacando sus flujos financieros). Y este último, es el decisivo.
Las resoluciones de Naciones Unidas de la Unión Europea tras el 11-S proclamaron la lucha sin cuartel contra el terrorismo, incluyendo una trascendental estrategia contra su logística: los tráficos, las transferencias monetarias opacas... esto es, los paraísos fiscales. Mucho ruido, pocas nueces.
Porque hasta el día de hoy, sin fin previsible, los paraísos fiscales continúan gozando de excelente buena salud. No se les ha tocado ni un pelo.
Y para ejemplo, baste éste: el pasado mes de noviembre, como miembro del Parlamento Europeo, incluí una cláusula en el articulado de una resolución de condena al "Estado Islámico" en Siria-Irak que contemplaba sanciones inmediatas para quienes comercializaran el petróleo que refinaban en su territorio. Y se solicitaba a los países miembros que proporcionaran la información necesaria para poder implementar estas sanciones.
Pero tras noviembre llegó diciembre y después enero. A día de hoy, las palabras siguen sin transformarse en realidades. Ningún Gobierno europeo ha trasladado al Parlamento esta información respecto a que sociedades europeas trafican y se benefician de este negocio... ni de los paraísos fiscales correspondientes. En consecuencia, ninguna sanción se ha producido. La música, ya lo ven, es excelente. La letra ya es otra cosa.
También en la Libia de islamistas, tribus y clanes, el petróleo sigue financiando la guerra... y llenando los bolsillos de ciertas empresas de la pulcrísima Europa.
Y a eso que llamamos orondamente "Comunidad Internacional" se le hacen los dedos huéspedes cuando tiene que dar respuestas efectivas sobre el terreno. Baste un ejemplo: vivimos cada día en la ciencia y conciencia ante la existencia de horrores infinitos en Siria y en Irak. Ante la presencia estratégica de AQMI y sus aliados-adversarios en la franja saheliana. De allí vengo. Allí pasé estas Navidades.
¿Qué estamos haciendo?
En Malí, miles soldados de la ONU se despliegan, dicen, en el arco sahariano desde el norte de Tombuctú a la frontera argelina para frenar el avance del pretendido neoestado islámico en el Sahara. Militares que en realidad son miles de don tancredos cuya función, aseguran, es "garantizar la seguridad de las poblaciones civiles...", mientras las órdenes desde Nueva York les mantienen confinados en los cuarteles, ausentes de plazas, calles, de esa población civil que deben proteger...
Y así, en el norte de Malí, en Tessalit, en Kidal, los cascos azules maldicen a sus mandos, que les prohíben salir en persecución de quienes les bombardean un día sí y otro también. Guerrilleros tribales y terroristas internacionales que tranquilamente acuden al mercado a comprar alimentos, piezas de recambio, gasolina, bajo los ojos de las fuerzas de la ONU. Magnífica situación de la que se benefician los terroristas para resolver su logística.
Porque, para nuestro escándalo, las instrucciones onusianas son tan beatíficas como hipócritas. E inútiles: la ONU se encuentra en misión de paz, que no ofensiva.
De la misión militar de la Unión Europea (misión imposible castrada por el buenismo, los mantras políticamente tan correctos como criminales cuando se trata de la vida y la muerte de los soldados) ya les hablaré en un próximo capítulo.