Ucrania a través del espejo

Ucrania a través del espejo

​Lo primero que uno busca cuando llega a Kiev (Ucrania) es la icónica Plaza del Maidán. Como supe un poco después de aterrizar, Maidán, en ucraniano, significa 'plaza'; y su nombre real es Maidán Nezalézhnosti, 'Plaza de la Independencia'.

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Manifestantes en la plaza del Maidán, en Kiev, en el aniversario de la revolución.

Lo primero que uno busca cuando llega a Kiev es la icónica Plaza del Maidán. Como supe un poco después de aterrizar, Maidán, en ucraniano, significa 'plaza'; y su nombre real es Maidán Nezalézhnosti, 'Plaza de la Independencia'. Como la palabra Nezalézhnosti debía sonar especialmente complicada, los medios occidentales empezaron a hablar de la Plaza del Maidán, literalmente 'Plaza de la Plaza'.

Muy cerca de la Plaza de la Plaza, en el céntrico Café Oliva, Yevhen Hlibovytsky apura su desayuno continental. Come con avaricia y llena de migas su poblada barba mientras habla inglés con un marcado acento estadounidense. Yevhen, intelectual y cofundador de Nestor Group, empezaba la conversación con un planteamiento inicial que consideraba necesario para entender algo de lo que ocurre en Ucrania. "Estamos acostumbrados a las tragedias. Cada generación ha tenido la suya. No es lo mismo que en Europa occidental, ¿sabes? Allí vivís todavía de las rentas de después de la Segunda Guerra Mundial. Esa fue vuestra última gran catástrofe. Las generaciones que vinieron después han podido reír, bailar, beber. Vivir con alegría. Aquí es otra historia".

Kiev, o Kyiv en ucraniano, es una ciudad que recibe distante. Es fría, grande, separada. Un enorme Dniéper, el río que atraviesa la ciudad, divide Kiev en dos. Un oeste céntrico y un este periférico, cruzados por un río que forma enormes islas llenas de árboles. Hay pocos puentes sobre el río y atravesar de una orilla a otra es un viaje por lo salvaje que te hace olvidar que estás en la ciudad. Kiev es la capital de un país dividido, atravesado por varias brechas, que se suele representar como una tensión constante entre su vertiente occidental y proeuropea y su vertiente oriental y prorrusa. La ciudad simplemente ilustra todo lo demás.

Darnytsia, el que fuera nuestro barrio, estaba en la orilla oriental. Era uno de esos barrios que son como te imaginas que deben ser los barrios postsoviéticos: grandes avenidas, bloques de viviendas uniformes, con zonas ajardinadas descuidadas, familias que pasean con ropa demodé, asfalto en mal estado, personas mayores y coches antiguos. Pero Darnytsia también es testigo de la lucha entre lo nuevo y lo viejo que sacude todo el país. Con ese aroma que poco habría cambiado desde antes de la caída del muro; pero también escenario del nuevo café trendy, el 2bob, con fluorescentes de colores, paredes con ladrillo visto y cafés grandes en vaso de cartón. Con su pequeña clientela, con su delicioso café, con sus dulces, con tres mesas en la terraza. Punto de reunión de jóvenes del barrio, los mismos que podrían estar en el barrio de Malasaña o de Gràcia, con la misma ropa, los mismos móviles, el mismo café y la misma música de fondo. Pero también, y sobre todo, con heridas diferentes.

Brechas de un país dividido

Las heridas que sufre esta generación empiezan quizá con las revoluciones fallidas que se llamaron 'de colores', pero sobre todo con la última intentona de una parte del país por aproximarse a la anhelada Europa Occidental: la revolución del Maidán. Huyó el presidente Víktor Yanukóvich y se firmó el Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Desde entonces las banderas europeas ondean orgullosas en todos los edificios oficiales de Kiev, incluyendo el Banco Nacional de Ucrania. No deja de tener cierta gracia, ya veis: países votando por la salida de la Unión y países colocando banderas europeas en todas partes sin ser miembros del club.

Nuestra Europa y sus contrastes

La revolución del Maidán despertó al país, pero también perdió Crimea, por mucho que en Ucrania aún se reivindique, y comenzó la guerra en el este. Llegó al poder un muy corrupto Petró Poroshenko, del que muy pocos se fían ya, y siguió creciendo la brecha que divide un país, como señala Oskana Forostyna, "demasiado soviético y corrupto para ser occidental y demasiado occidental y ambicioso como para ser simplemente postsoviético".

Una Ucrania está formada por personas jóvenes, con buen manejo del inglés y aspiraciones europeas. Han creado medios independientes que sobreviven con financiación internacional. Medios como Kyiv Post, Hromadske TV o Euromaidan Press; activistas de la sociedad civil o políticos de partidos pequeños como Sergii Leshchenko, el único de todos los políticos que gozaba del respeto de todas las personas con las que hablamos. 'Es uno de los buenos', decía todo el mundo. Es la Ucrania que ha logrado montar un Orgullo LGTB en Kiev al que ha tenido que escoltar la policía, pero que se ha celebrado. Es esa parte de la sociedad que vive mirando al futuro con esperanza.

Otra Ucrania es la de la gente mayor, la de la gente que recuerda un periodo lleno de certidumbre y estabilidad, de una vida mejor y de cierto orgullo nacional mezclado con muchos años de pertenencia a una Unión Soviética todavía presente en la memoria de muchos. Esa Ucrania que prefiere evitar las aventuras, que prefiere no tener que preocuparse por entender cómo cambian las cosas y que prefiere vivir mejor. Esa parte de la sociedad que vive mirando al pasado con nostalgia.

Y la Ucrania más grande es la indiferente. La sensación que termina flotando siempre en cualquier conversación es que a gran parte de la población no le importa en absoluto quién mande o quién deje de mandar. Son demasiadas décadas acumuladas de desconfianza hacia el poder, hacia las promesas vagas y las soluciones mágicas. Así lo confirmaba Sergiy, activista local en una ONG en Druzhkivka, una ciudad gris en el este del país situada a muy pocos kilómetros del frente, donde el conflicto debería sentirse cercano.

--¿A cuánta gente le importa la guerra?

--A muy poca. A la gran mayoría le da igual Kiev o Moscú, solo quieren seguir con sus vidas lo mejor posible porque saben que nada va a cambiar.

La conversación se desarrolla en el Óblast de Donetsk, en la parte controlada por el Gobierno de Kiev de la región del Donbass. Es la zona donde se desarrolla la llamada Operación Antiterrorista, ATO por sus siglas en inglés, por lo que hay que pasar por el Ministerio de Defensa en Kiev para conseguir una acreditación. Bajo control ucraniano desde hace ya dos años, desde el 7 de julio de 2014, Sloviansk -y la cercana Druzhkivka después- recibe tranquilo, caluroso y disperso. La pobreza en esta parte del país es notable. Las casas, los coches, los bares, la moda. Los colegios, los parques. Yo no podía dejar de pensar en la canción de Los Beatles, Back in the USSR, sobre todo al cruzarnos con mujeres de mediana edad con el pelo cardado, las blusas de flores y las faldas de tubo. Recién salidas de una postal de los 60. Tan cerca de la línea de combate, tan lejos del día a día de una Europa tan distante como ausente.

Si la Ucrania urbana de Kiev despierta ciertas esperanzas, sobre todo en los círculos más internacionalizados y mejor vestidos, la Ucrania rural de Donetsk se enmarca en esa masa indiferente de población hastiada. Sloviansk también tiene sus dos sitios de moda, con música y luces bajas, con su terraza y sus molestos mosquitos. Pero no es lo mismo que Kiev. Aquí no palpitan las inquietudes ni los anhelos, salvo honrosas excepciones de gente joven y formada, que conoce bien la ciudad y no teme señalarse políticamente en Facebook. Quizá tengan ganas, pero uno no puede sino preguntarse qué coño hacen en ese remoto lugar del continente. Si pertenecen a esa primera Ucrania que mira al oeste, a una Europa en la que todavía confían, parece que su sitio no está allí. Pero ya sabéis, alguien tiene que quedar.

Los ejes difuminados

La impresión de enorme debilidad de las estructuras y organismos estatales en Ucrania es inevitable. Nadie confía en las reglas, nadie confía en un Estado que lleva siglos troleado y que no termina de cambiar de despegar. Quizá sea diferente de la sensación que proyecta Rusia o la realidad europea, sea basada en la autocracia o en la democracia respectivamente, pero donde hay certidumbres y fortaleza institucional. Parece que en Ucrania, en cambio, se toleran las estructuras paralelas sobre la base de la corrupción sistematizada. Precisamente para poder llegar hasta donde no llega un Estado del que se desconfía o una representación política completamente diferente de lo que conocemos en Europa y que, por lo menos para un español, cuesta mucho entender.

En Ucrania, parece y así lo cuentan, no existen las ideologías. Los partidos no son de derechas, de izquierdas, conservadores, socialdemócratas o liberales. Son simplemente agrupaciones de interés conformados en torno a alguna figura individual con dinero --los famosos oligarcas-- que compiten entre sí. Solo alguno de los partidos nuevos con ánimo regenerador parece tener algo más clara su ubicación ideológica, siempre en el centro derecha o en el campo liberal.

La desconfianza ucraniana en los poderes públicos se ilustra perfectamente en este chiste que tiene casi tres décadas:

--¿Puedo comer manzanas de Chernóbil?

--Sí puedes, claro. Solo tienes que enterrar los restos muy profundos.

Pero el mayor déficit de Ucrania es el déficit de capital social. No hay capital social sin optimismo por un futuro mejor y de redes de certidumbre; sin seguridad. No tanto por la persecución política --Ucrania parece un país mucho más libre que otros postsoviéticos-- sino porque el futuro no termina de ofrecer esperanzas. Es la inseguridad de no saber si de verdad podrás cerrar una vida digna en medio de un país en eterna crisis, con una moneda devaluada, unos salarios a la baja, una población envejecida y la doble presión externa e interna para que nada cambie.

Luces en la tormenta

¿Qué ha tenido de bueno el Maidán? Tatiana, periodista independiente, opina que el Maidán fue la manera de volver al foco internacional. Que alguien reparara en Ucrania, "que Europa nos tuviera en cuenta". Oleg, también periodista y también independiente, responde tajante a la misma pregunta: "Todo. Lo volvería a hacer una vez tras otra. Fue el despertar de la nación".

El despertar de una nación que todavía es lento, pesado, algo desesperante. Pero un despertar, al fin y cabo, y un principio de un largo camino hacia el desarrollo, la democracia y algo más de vida digna. Una dignidad que pasa por una generación que toma la palabra y prefiere crear a sufrir, hablar a callar y reír a llorar. La poca pero incipiente sociedad civil que existe en el país será la semilla de algo futuro. Por lo pronto ponen banderas europeas en su día a día. Nuestra democracia, pese a todo, sigue creando tendencia.