Simbólica muerte del bipartidismo
El bipartidismo fue tragándose instituciones: grandes tribunales del país, consejos institucionales, consejos de las grandes empresas y corporaciones, cajas de ahorro, universidades, medios de comunicación. Todo lo que encontraba a su paso era deglutido. Hoy, por sus propios excesos, parece vivir un colapso.
Prácticamente desde la primera convocatoria electoral de la actual democracia, el sistema político español se ha venido inclinando hacia el bipartidismo. Un régimen caracterizado principalmente por la presencia de dos grandes partidos, que obtienen periódicamente resultados electorales muy por encima de las otras formaciones candidatas, que se alternan en el Gobierno y la oposición, y que gestionan la mayor parte de los asuntos importantes del país, ya sea desde el consenso entre ambos o en el enfrentamiento.
Al bipartidismo han contribuido muchos factores. En un principio, puede atribuirse a la necesidad de una convivencia pacífica -tras una guerra civil y una feroz dictadura- para profundizar en la institucionalización de la propia democracia, a la existencia de un gran pacto -más o menos latente o manifiesto- en el conjunto de la sociedad española para impulsar la convivencia. Si se me apura, podría decirse que el bipartidismo era una especie de colofón a la transición democrática: era fruto y, a la vez, motor de la transición. Era funcional, como tendemos a decir los sociólogos.
Nuestro bipartidismo ha estado formado por un gran partido conservador, surgido de la refundición y refundación que lleva a cabo la derecha a partir de la puesta en marcha del Partido Popular, tras el traumático episodio de la caída de UCD. Este partido conservador ha sabido agrupar a exfranquistas y monárquicos, liberales y democristianos, defensores del libre mercado y defensores de la protección del pequeño y mediano empresario nacional, ultramontanos y yuppies. Agregación ideológica que, hasta ahora, ha tenido pocas fisuras, más allá de enfrentamientos -más personales que ideológicos- entre algunos líderes, barones y marquesas.
Por otro lado, un Partido Socialista, con una historia anterior a la dictadura como partido de masas, que durante la democracia y paulatinamente ha ido perdiendo su identidad obrerista y buena parte de los referentes de la izquierda tradicional, para situarse como partido socialdemócrata, interclasista, intentando abarcar el centro del espectro político. Un proceso que metafóricamente se ha dibujado como proceso de pérdida de lastres ideológicos para poder elevarse sobre la totalidad de la sociedad española.
Es cierto que ha sido un bipartidismo a medias. En primer lugar, porque había otras formaciones, especialmente en la izquierda. Pero, sobre todo, porque las élites políticas de los denominados territorios históricos seguían su propia lógica y se afianzaban en sus regiones, con un poder autonómico -y autónomo- cuasifederalista. Es decir, no había una tercera fuerza, sino fuerzas territoriales que se oponían al bipartidismo o pactaban con él, según las conveniencias y casi de manera indiferente con cualquiera de dos grandes partidos estatales: no se distribuía mejor el poder, sino que se repartían los territorios.
Es decir, el bipartidismo no era perfecto, pero marchaba con algún pacto allí y allá, especialmente con fuerzas políticas de cariz nacionalista. Su propia andadura ha llevado a lo que podría denominarse hegemonía bipartidista, donde una élite, relativamente reducida, iba concentrando poder y éste, por su propia lógica de concentración, se iba haciendo menos democrático. El bipartidismo fue tragándose instituciones: grandes tribunales del país, consejos institucionales, consejos de las grandes empresas y corporaciones, cajas de ahorro, universidades, medios de comunicación. Todo lo que encontraba a su paso era deglutido por el bipartidismo, lo bueno y lo malo. Hasta los caciques locales -en muchos casos, pertenecientes a familias de gran dominio local durante mucho tiempo- sabían que tenían que situarse en un lado -es verdad que mayoritariamente se han situado con la derecha- o en el otro, para poder seguir gestionando sus nichos de interés. Y lo que seguramente es peor, el bipartidismo interpelaba a los propios ciudadanos en forma de si no estás conmigo, es que estás con los otros.
Nos interpelaba en cada convocatoria electoral. Pero, también, haciendo medios de comunicación de un partido o del otro partido, jueces conservadores y progresistas, o profesores peperos o psoatas. Así, no había medio de comunicación, juez o profesor universitario que pudiera optar por otra opción distinta al bipartidismo si quería progresar en su profesión o, si quiera, mantenerse en su ámbito.
Sin embargo, hoy, por sus propios excesos -aunque también por las especiales circunstancias económicas- el bipartidismo español parece vivir un colapso. Tal vez haya muerto de éxito. Al haber reunido casi todo el poder se ha vuelto rígido.
El rigor mortis del bipartidismo español aparece en declaraciones y resultados de encuestas. Basta con interpretar la distribución de las respuestas a la pregunta que trimestralmente hace el Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la intención de voto. Hoy, en estos sondeos, la suma de votos hacia el PP y PSOE obtendría muy poco más de la mitad. Ambos partidos concentran la proyección de la distancia que los ciudadanos muestran hacia la política. Ellos son fundamentalmente la clase política, aun cuando haya otras formaciones políticas que hayan contribuido al desprestigio de la profesión política. Pero la rabia se cierne, como era de esperar, sobre los que más poder y responsabilidad han tenido.
Ahora bien, su muerte simbólica no tiene porqué significar su muerte electoral. Según nos aproximemos a la siguiente convocatoria nacional, se harán frecuentes las apelaciones a los riesgos que puede traer el cambio de régimen, a la razón (conservadora), en contra del aventurismo de terceros, o a una lejana identidad política que argumenta que: "aunque no estés de acuerdo con nosotros, no vas a dejar que gane X (el otro partido)". Tampoco es de extrañar que se muestre la situación de otros países -pongamos Grecia, Italia- para oponer un multipartidismo de la ingobernabilidad a un sensato bipartidismo de la razón de Estado. Incluso, nos justificaremos, para aceptar que el bipartidismo no nos ha ido tan mal y que no es el principal responsable de lo que nos pasa. Será el momento de observar si la muerte simbólica del bipartidismo se traduce en muerte real.