La pérdida de Utopía
Hace ya bastante tiempo que apenas se escuchan propuestas para caminar, para construir. Ante amenazantes futuros, se ha impuesto una lúgubre mirada defensiva en la conciencia occidental. Eso a pesar de que, con la gran cantidad de graves problemas existentes, seguramente vivimos en la sociedad más confortable -opulenta, siguiendo el adjetivo de Galbraith- que se haya conocido en la historia. Pero el atisbar un futuro con más sombras que luces se ha convertido en nuestro tópico. Nuestra brújula no encuentra la isla de Utopía.
Se cumplen quinientos años de la aparición de Utopía, de Tomas Moro. El término con el que se titula tiende, especialmente desde la misma publicación de la obra, a asociarse con la representación de un mundo y una sociedad ideal, que ha superado los aspectos negativos de la sociedad existente. Utopía aparece así como opuesto a lo real. Es más, se enlaza a una cadena de significantes que lleva a tener por utópico a todo aquel o aquello que, por distanciarse de la realidad, es incapaz de una actuación con consecuencias en esa realidad que se quiere cambiar.
Sin embargo, como desde el principio apunta Moro, uno de sus principales objetivos es acabar con los mitos, las tradiciones y, en definitiva, con los tópicos y todo aquello que no deja pensar. Por tal razón es considerada una de las obras pilares de la modernidad. Es más, se plantea que combatir una tradición que ata y ciega es la labor de los pensadores, de los hombres de ciencia, de los intelectuales. Lejos de repetir lo común, retar lo asumido e incorporado como "natural" por la gran mayoría de miembros de la comunidad, por haber sobrevivido en la creencia de las gentes durante siglos y siglos. Su papel no es el de preguntar por los monstruos del pasado, como dice, porque no traen nada nuevo. Ser moderno es, entre otras cosas, eso: asumir el riesgo de que se puede ser más sabio que los antepasados y proponer lo nuevo.
Moro utiliza a su protagonista, Hytlodeo, para presentar un mundo nuevo, situado en una isla. Es una elección, pero hay otros procedimientos para indagar reflexivamente por mundos nuevos.
Bien sabemos que la actual imagen producida por los intelectuales, cuando el sistema social de la comunicación mediada se ha impuesto como canal preferente en nuestra relación con la realidad, dista de tal función de escapar reflexivamente de lo tópico.
Es más, ha tendido a producir dos tipos de figurantes de lo intelectual. Por un lado, esa especie de intelectual orgánico de partido, tan presente en nuestros debates televisados y radiofónicos. Se limitan a defender las posiciones ya tomadas por las distintas fuerzas políticas, aun cuando carezcan de carnet. Así parecen más efectivos y, cuando cambian las tornas, pueden cambiar también de discurso. El espectáculo que tienden a representar tiene que ver mucho con una ceremonia de la pluralidad, de manera que la pluralidad del sistema político se proyecta en la sociedad a través de las pantallas televisivas y las ondas radiofónicas.
Por otro lado, la figura del intelectual provocador, que parece ajustarse mejor al dominio del infoentretenimiento, puesto que tiende a dar espectáculo. Pero no lo hace rompiendo los tópicos sino asumiendo los tópicos más radicados en el pasado. Mira más hacia el pasado, que hacia el futuro, al que preferentemente dibuja como una distopía. Tiene el problema de que se quema rápidamente, pues una sociedad educada en la comodidad del consumo aguanta durante poco tiempo las noticias desagradables; pero hay que reconocer que, en cuanto agita la opinión pública, sirve para pensar.
Provocar no es lo que pretendía Moro con Utopía sino construir. Claro que los utopianos arrastran muchas de las creencias del pasado. Aquellas consideradas más adecuadas por el autor. Por citar solo un ejemplo, la idea de un cielo que premia tras la muerte las buenas obras en vida. Nada es totalmente nuevo; es cierto. Pero hace ya bastante tiempo que apenas se escuchan propuestas para caminar, para construir. Ante amenazantes futuros, se ha impuesto una lúgubre mirada defensiva en la conciencia occidental. Eso a pesar de que, con la gran cantidad de graves problemas existentes, seguramente vivimos en la sociedad más confortable -opulenta, siguiendo el adjetivo de Galbraith- que se haya conocido en la historia. Pero el atisbar un futuro con más sombras que luces se ha convertido en nuestro tópico. Nuestra brújula no encuentra la isla de Utopía.