En busca del estilo de vida, para buscarse la vida
El trabajo y el estilo de vida no son conceptos opuestos, sino articulados. No es que el trabajo haya dejado de ser importante sino que para obtener un buen empleo, hay que hacer el esfuerzo o trabajo previo de estilizar la vida, diferenciándose de los demás, de los posibles concurrentes.
Me temo que muchos tendrán este post por un ejercicio de pedantería por la siguiente utilización de nombres de autores. Pero asumo el riesgo por la relevancia del asunto a abordar -la relación entre estilo de vida y trabajo- y porque me permite ser más sintético, si se toma como una invitación a acudir a tales autores para profundizar en el asunto.
En principio, trabajo y estilo de vida parecen pertenecer a universos distintos, a mundos distintos de la vida de los individuos. Leemos las instrucciones y consejos de las revistas especializadas en informarnos sobre los estilos de vida en nuestro tiempo de descanso, en el domingo. Es más, hay muy importantes sociólogos, como el Premio Príncipe de Asturias Zigmunt Bauman, que vienen a plantear que el trabajo ha quedado en una especie de lugar secundario, instrumental, en pos del logro de estilos de vida y de niveles de consumo. Visto así, la exclusión social no vendría tanto por la carencia de empleo sino porque tal carencia termina excluyendo del consumo, que se asume como principal -casi única- fuente de integración social. Asumiendo parcialmente el análisis del autor de origen polaco, creo que puede darse otra interpretación de la relación entre trabajo y estilo de vida.
Básicamente, en un esfuerzo de síntesis que puede llegar a sonar a caricatura, hay dos maneras de aproximarse al concepto de estilo de vida. Como concreción de un proceso -macroproceso- general de estetización-estilización de la vida cotidiana en las sociedades avanzadas. Al respecto, la referencia inicial sería un autor como Simmel, seguido posteriormente por analistas que incluirían desde Featherstone hasta el propio Bauman, aun cuando aquí me parece de gran interés la introducción de Elias, vinculando el esfuerzo de estilización de la vida a un esfuerzo de autocontrol. Algo que ya observó el gran Thorstein Veblen: las actividades que se realizan en el tiempo de ocio exigen un esfuerzo de formación y realización, si se desea distinguirse con las mismas. Las apuestas por el deporte, la cultura, el consumo, la moda, el cuerpo, etc., entrarían en este proceso de estilización. Y ya sabemos que, por muy placenteras que sean tales actividades, conllevan el estrés de estar al tanto de novedades, informaciones, aquellas que, más vinculadas con la estilización del cuerpo, directamente exigen sudor o pasar por la tortura de la sala de operaciones para una cirugía de estética.
Ahora bien, Bourdieu, que sospecha de que las elecciones sean libres y que cualquiera pueda llevar a cabo cualquier actividad, se pregunta sobre las razones de tal estilización, sobre lo que mueve a los sujetos a integrarse en esta carrera por el estilo. Y aquí es donde introduce el conflicto, la movilidad social y el concepto de distinción. El estilo de vida, que es la búsqueda del estilo de vida, se integra en las luchas -simbólicas- entre las distintas posiciones dentro de las clases sociales.
La pregunta es dónde integrar el trabajo en todo esto, en la relación con el estilo de vida, más allá del aumento de profesiones dedicadas a proponer estilos de vida y gestionar su logro: desde personal coachings hasta publicistas, pasando por la creciente industria cultural. Parece lógico plantearse que una generación con vínculos débiles con el empleo -donde el empleo no parece soportar ya trayectorias vitales y es incierto- no puede fundamentar sus referencias en el mismo, como núcleo simbólico, por lo que ganan terreno otros ámbitos de la vida.
Cabe pensar que, teniendo en cuenta el proceso general de estilización de la vida, las prácticas de formación del estilo ocupan mayor relevancia para los sujetos. Tanto porque el trabajo pudiera quedar desplazado como fuente de sentido -cosa que dudo- como por el hecho de que, en la propia búsqueda de trabajo -lo que reforzaría la idea de que el trabajo sigue teniendo sentido- la diferenciación que se obtiene a través de la estilización de la vida -prácticas culturales, deportivas, etc.- cobra relevancia.
Quedar fuera de la estilización de la vida es quedar fuera también de las posibilidades de empleo, para las disposiciones que se exigen en muchos empleos, para muchos jóvenes de sectores sociales, y, sobre todo, de empleos o actividades profesionales suficientemente estilizadas, que suelen ser las preferidas por sus condiciones (salarios, estatus, otras condiciones laborales). Hay indicadores de todo esto: universidades que seleccionan a sus futuros alumnos por sus habilidades y gustos ociosos (núcleo del estilo de vida, por la vía Veblen), tiendas de ropa que seleccionan a adictos a la moda, etc.
De esta manera y más allá de la conciencia de los sujetos el empleo o el trabajo y el estilo de vida no son conceptos opuestos, sino articulados. No es que el trabajo haya dejado de ser importante sino que para obtener un buen empleo, hay que hacer el esfuerzo o trabajo previo de estilizar la vida, diferenciándose de los demás, de los posibles concurrentes y, por lo tanto, de los que ocupan semejante posición en la estructura social -semejante formación, aunque cada vez más microdiferenciada con miles de pequeños títulos a disposición (postgrados, especializaciones, estancias, etc.), semejante edad, semejante clase social de origen. Ello explicaría algunos registros, como el apuntado por la última Encuesta de Prácticas y Hábitos Culturales, por el que los parados son los que más cultura consumen. No porque tengan más tiempo, a pesar de tener menos recursos económicos, sino como inversión para la búsqueda de empleo.
Tal relación entre estilo de vida y empleo diferencia a las actuales generaciones de jóvenes de las anteriores. Antes, se pedían solo cualificaciones o habilidades laborales. Incluso ni esto (piénsese en los inmigrantes del campo que se integran en la industria, cuando no se pedía ningún saber específico aplicado al nuevo sector) o una formación muy estandarizada, con un sistema educativo donde cabía poca diferenciación y solo había niveles educativos. Bastaba con tener la Primaria, la Secundaria o estudios universitarios, sin prácticamente entrar en mayores detalles. Cuando la estilización de la vida cotidiana estaba escasamente extendida. Es más, la virtud estaba en no destacar en nada, en no llamar la atención. No es que antes hubiese menos tiempo libre, menos consumo, o que el tiempo libre o el consumo no fueran relevantes (piénsese en las culturas populares) sino que: a) el tiempo libre era para integrarse con los otros, en sentido extenso, ceremonias de amplia colectividad; b) el consumo era para consumir como los otros o, a lo sumo, para diferenciarse de los otros en las clases medias; pero no como elemento para la obtención de empleo.
Además, recobra sentido el papel relevante de las prácticas de estilización como prácticas de la competencia, frente a los otros, de manera que acaban dando cierto sentido a los sujetos -pueden servir para distintos empleos, en los que se demandan las mismas disposiciones- mientras que el empleo es efímero, dadas las condiciones laborales. La construcción de estilos de vida no deja atrás el empleo, sino que lo pone delante, de manera que la búsqueda de un estilo de vida es una forma de buscarse la vida.