La Guerra de El Salvador (II): las paredes hablan
Justo los días que estaba yo en El Salvador todo el mundo hablaba del asesinato de un joven que se quedó dormido de noche en el autobús, se pasó de parada y se metió en otra colonia. Lo bajaron y ejecutaron. Podía ser para ellos un policía o un miembro de una pandilla rival. Murió por entrar sin autorización en territorio enemigo. Se olvidó de que las paredes hablan, gritan tal vez.
Colonia, 22 de abril. Territorio Salvatrucha. Foto: Javier Brandolí
Marcan paredes y pieles. Entonces sabes que perteneces a ellos...
"Ver, oír y callar es la sagrada regla de las pandillas que imponen en las comunidades", me dice el alcalde de San José de Guayabal, Mauricio Vilanova, un hombre de 58 años, de aspecto tranquilo, que tiene la peculiaridad de llevar un arma en sus rodillas mientras charlamos camino de su pueblo. "Quieren matarlo por pelearles a los bichos el territorio", aclara Martín, su sombra y jefe de seguridad.
En Guayabal, en la plaza central, hay un enorme cartel que dicta lo contrario de la regla primera de la maras: "Yo me uno, yo veo, yo escucho y yo denuncio", le dice este alcalde a sus ciudadanos.
En Soyapango, uno de los puntos más complicados del país, hay otra norma no escrita en la calle principal que nadie desconoce: "Si entras de noche, después de una cuadra, apagas las luces del coche, bajas los vidrios, enciendes las luces internas y pones los intermitentes", me explica Herbert, el conductor salvadoreño con el que trabajo. Es un salvoconducto de los mareros, los dueños del barrio, para permitir cruzar por sus "posesiones".
¿Qué pasa si incumples la norma? "Una noche llevaba a un tipo a casa en esta colonia. De pronto se me cruzaron dos vehículos y me preguntaron por qué no hice las señas. Les dije que no lo sabía y preguntaron entonces a mi cliente si era de la colonia. Dijo que sí y lo bajaron y pegaron por no advertirme de las reglas", cuenta Herbert.
Días después de lo que me había dicho Herbert fui a Soyapango junto a Carlos, otro salvadoreño. "No me gustaría perderme aquí, esta es una zona complicada a la que yo nunca vengo", dice. Finalmente, nos perdemos y pasamos por una avenida normal en la que se ven los placazos (grafitis) de la Mara Salvatrucha, uno directamente sobre la puerta de una vivienda unifamiliar. "Esa casa está marcada, si el dueño se atreviera a borrar ese grafiti lo matan".
Soyapango, como tantas colonias y localidades del país, se divide por una calle que hace de frontera entre la MS (Salvatrucha), Barrio 18 Sureña o Barrio 18 Revolucionaria (todos enemigos entre ellos). La forma más sencilla de saber dónde uno se encuentra es leer las paredes.
Hoy la colonia 22 de abril, en este municipio, está tomada por la Policía y el Ejército: hay un acto del presidente, vicepresidente y ministro de Seguridad y Justicia en una escuela. Yo acudo a una entrevista con el vice o el ministro. La cuesta desde donde hemos dejado el coche es larga y empinada y las marcas de la MS, inmensas, le recuerdan al presidente, Salvador Sánchez Cerén, que allí no gobierna él. "Los policías se irán cuando se vayan los políticos y los que nos quedamos somos nosotros", me dice en tono casi imperceptible un comerciante. Las miradas de algunos vecinos y vecinas, invadidos por unas horas por un despliegue de seguridad gigante, son elocuentes, retadoras: "márchense de aquí", parecen decir.
"Nosotros vivíamos en Quezaltepeque donde la calle 3 de mayo divide todo. A un lado son de unos y al otro de otros. Nosotros vivíamos en la zona de la 18", me explica un matrimonio al que le ejecutaron a su hijo de 14 años por no asociarse a la mara que le tocó en suerte (la entrevista íntegra con este matrimonio, que casi resume todo lo que pretendo contar en este especial de El Salvador, la daré en breve aquí).
Casa particular "placada". Soyapango. Foto: Javier Brandolí
Ellos tuvieron que abandonar el barrio, huir y vivir sin nada, sobre un colchón que comparten tres adultos y un bebé, para que no mataran al resto de su familia. "Nos jugaremos la vida en intentar llegar a EEUU, ya no tenemos nada que perder", fue lo último que me dijo en la entrevista la madre mientras se secaba las lágrimas.
Esa es la realidad de las colonias. Hace un año, con un compañero periodista y exguerrillero, nos adentramos en un barrio de las maras de las afueras de San Salvador. "Una vez que giremos allí no hagas nada raro y desde luego no saques la cámara. Mi madre vive por acá y conocen el coche, pero tú eres extraño. Ya estamos vigilados. Ves esas mujeres de ahí en la puerta, son posteadoras (vigías) que tienen como función informar si ven algo raro", me explicaba Juan. "A veces hay tiros de un lado al otro de la calle. Ves, a este lado es 18 y al otro MS" (se ven los placazos de cada pandilla tatuados en las paredes).
"Aquí cuando detenemos a los mareros jóvenes les obligamos a limpiar los placazos. Tenemos viviendas que están en medio de territorios y no saben a quién deben pagar la renta (especie de impuesto revolucionario que cobran las maras)", explica el alcalde de Guayabal justo cuando señala una casa con jardín de la que apunta: "Ahí hay un niño de cuatro años paralítico que es un posteador de ellos. Lo sacan con un teléfono celular y se pasa todo el día controlando".
"En las colonias Margaritas y Pepeto te piden por pasar a partir de que cae la noche una colaboración de cinco dólares para las sodas ", me explica Herbert. "Ellos dominan. Los agentes se van y además les tienen miedo. No se puede hacer nada", dice el matrimonio aterrorizado al que ejecutaron a su hijo de 14 años. Saben quienes son los asesinos pero no se atreven a denunciar.
Colonia, 22 de abril. Territorio Salvatrucha. Foto: Javier Brandolí
Pero además de las paredes, la piel forma parte también de ese sagrado territorio de El Salvador. Hoy, la mayoría de pandilleros ya no se tatúa para evitar ser reconocidos y detenidos en un país que les ha dado el estatus legal de terroristas. Sigue en todo caso habiendo una generación que se manchó (dicen acá) en la piel la seña de identidad de su mara y que cuando pretende abandonar el grupo se da cuenta de que lleva en su carne su condena.
"Ofrecemos ayuda para borrar tatuajes que en muchos casos es una sentencia de muerte para ellos y ellas", me explicaba hace meses Álex Sánchez, fundador de la ONG Homies Unidos que trabaja en la ciudad estadounidense de Los Ángeles, la segunda ciudad con más salvadoreños en el mundo y el lugar donde se crearon las pandillas que ahora inundan Centroamérica. "Las mujeres nos piden que les borremos el nombre de sus parejas. Si ellos están muertos están marcadas y no pueden rehacer sus vidas", dice Sánchez que puntualiza: "A veces sólo quieren olvidar el nombre del hombre del que huyeron porque les daba palizas".
El cuerpo, por tanto, también es parte del territorio de las maras...
Quizá para entender esta locura territorial lo mejor sea poner otro ejemplo clarificador. Justo los días que estaba yo en El Salvador todo el mundo hablaba del asesinato de un joven que se quedó dormido de noche en el autobús, se pasó de parada y se metió en otra colonia. Lo bajaron y ejecutaron. Podía ser para ellos un policía o un miembro de una pandilla rival. Murió por entrar sin autorización en territorio enemigo. Se olvidó de que las paredes hablan, gritan tal vez.
Puedes leer aquí la primera parte de este reportaje