Dejé Facebook durante tres meses: esto es lo que he aprendido
Muchos de mi generación llegamos a la adolescencia aquejados del pavo habitual que caracteriza a todo quinceañero, y por primera vez en la historia del mundo también con un móvil (el troncomóvil) en la mano. Además del juego de la serpiente, el móvil pronto demostró tener gran potencial para satisfacer un ansia muy común entre los adolescentes de mi época: el ansia por gustar. Gracias a su llegada, la moda de hacer perdidas –que consistía en llamar a un amigo o interés amoroso y colgar antes de que éste descolgase– se convirtió, a bote pronto y sin quererlo, en deporte nacional; o como diríamos ahora, en un fenómeno viral.
De la noche a la mañana, la popularidad de uno pasó a medirse por el número de perdidas y mensajes recibidos en un día. Como se lo cuento. Así, con mucha inocencia y sin advertencia alguna, mi generación abrazó la llegada del móvil, alterando sin saberlo y para siempre no solo la forma en la que nos relacionamos con otros sino también con nosotros mismos.
Mi relación con Facebook no comenzó hasta 2009. Durante los primeros años mantuvimos una relación cordial. Apenas posteaba fotos, y me dediqué a disfrutar del radio patio improvisado en el que pronto se convirtió la plataforma social. Asistía maravillada a las retahílas que algunos posteaban en sus estados; ocasionalmente daba a me gusta en las fotos cada vez más frecuentes de bodas y bautizos; y como una vez al año daba rienda suelta a mi narcisismo y necesidad de gustar actualizando mi foto de perfil.
Por entonces, Facebook gozaba de altos niveles de popularidad tanto entre usuarios como medios de comunicación, que creían en el ideal de un mundo conectado que Zuckerberg aspiraba a construir. Algunos usuarios, los 'pacientes cero', ya comenzaban a mostrar signos de dependencia para con Facebook, pero ésta se juzgaba resultado de la debilidad de carácter de dichos usuarios y no de un problema en el diseño de Facebook.
A los primeros en sentir los síntomas de la adicción y la dependencia les siguieron muchos más; y un día de diciembre de 2017 yo misma pasé a engrosar la lista 'oficial' de adictos a Facebook. A falta de un sistema de alarma que me dijese "Irene, ¿estás bien? Te has metido en Facebook 20 veces en las últimas 24 horas", decidí medirlo yo misma. Pueden imaginarse los resultados: adicta de libro. Entrar en Facebook se había convertido en un acto reflejo que ejecutaba con facilidad a todas horas y en cualquier lugar. La mayoría de veces no recordaba haber entrado y carecía de recolección alguna respecto de lo visto.
Convencida de que solo yo (y mi debilidad de carácter) eran los responsables de mi adicción, decidí dejar Facebook y darme un plazo de tres meses para revaluar mi relación con la plataforma de Zuckerberg y las redes sociales en general. Corté de raíz; bueno lo intenté. Como usuaria, pensé que simplemente podría decidir dejar de entrar, pero en ningún momento anticipé que mi amante despechado –Facebook– se fuese a levantar en armas, sacando la artillería pesada de tácticas centradas en reenganchar a adictos como yo.
Métodos que utiliza Facebook para tentarte si te vas de la red social
He aquí una crónica de los diferentes métodos utilizados a lo largo de los últimos tres meses por el gigante tecnológico para tentarme a volver a entrar en Facebook. [Spoiler: no lo consiguió]
Semana 2: hace dos semanas que no entro en Facebook. Recibo un primer email diciéndome que "han pasado muchas cosas desde la última vez" que entré. Me envían un resumen: 12 mensajes sin leer, 4 invitaciones a eventos, 4 invitaciones a grupos, 23 actualizaciones de grupo y 98 notificaciones nuevas.
Semana 3: hace tres semanas que no entro en Facebook. Los emails se intensifican. Ya no se centran en los mensajes recibidos, sino en la actividad de mis contactos. "Irene, ¿viste el comentario de Vic C. en el estado de Fran R.?" El email también me muestra el número de likes de la publicación, sin desvelar ésta, tentándome a entrar en Facebook para verla.
Semana 4: hace cuatro semanas que no entro en Facebook. Paso a recibir emails diarios: "Mira el mensaje de Irene T." o "Ana P. agregó una nueva foto". Facebook también comienza a enviarme mensajes de texto... ¡a mi móvil!
Semana 5-8: hace ocho semanas que no entro en Facebook. Los mensajes de texto son diarios, algunos alertándome del cumpleaños de alguien, de las notificaciones que se acumulan en mi buzón o de las fotos posteadas por amigos cercanos. Algunos días recibo hasta dos mensajes de texto.
Semana 8-10: hace diez semanas que no entro en Facebook. No lo echo de menos. Sigo recibiendo de uno a dos emails por semana y mensajes casi diarios: "Irene, a una persona le gusta una publicación en la que te etiquetaron". El algoritmo de Facebook parece haberse aficionado al recurso de la intriga.
Semana 12: hace tres meses que no entro en Facebook. Facebook no se da por vencido. Me pregunto si parará de mandarme emails y mensajes si decido postear este artículo y terminar así con los meses de desconexión.
Durante estos tres meses, he sido testigo de cómo Facebook intensificaba sus esfuerzos por lograr que volviese a utilizarlo. Cuanto mas intensa era la presión por su parte, mas crecía mi interés por descubrir hasta dónde llegaría por recuperar mi atención. Lo que empezó como un ejercicio de desintoxicación auto-impuesto por mi aparente incapacidad de autocontrol, pronto se convirtió en un experimento por comprender el ethos y los valores de Facebook.
Zuckerberg creó Facebook en 2004 desde el dormitorio de su residencia de Harvard con el objetivo de conectar al mundo; pero mantenerse fiel a ese ideal sin comprometerlo no es tarea fácil. Facebook posee la llave que da acceso al bien mas codiciado del siglo XXI: la atención y el tiempo del usuario; o debería decir, de más de dos mil millones de usuarios en todo el mundo. Los anunciantes lo saben bien y no han dudado en inundar las arcas de la plataforma social con cientos de millones de dólares; dificultando la habilidad de Zuckerberg para priorizar lo que es mejor para el usuario en lugar de para el anunciante.
Hasta ahora la culpa de la oleada de adicción que aqueja a tantos millennials apuntaba de manera inequívoca a ellos mismos, por enganchaos; pero un grupo de profesionales procedentes del mundo de la tecnología están alzando su voz para pedir responsabilidades a Zuckerberg. Muchos de ellos trabajaron para empresas como Google, Facebook, etc., y desencantados decidieron liderar una conversación en torno a la responsabilidad de diseñadores, desarrolladores de software y profesionales de la tecnología encargados de crear productos que miles de millones de personas utilizan a diario.
El problema es complejo y no hay soluciones sencillas, pero quizá pasar a un modelo de ingresos mixto, en el que éstos procediesen tanto de anunciantes como de usuarios que pagasen una cuota anual por utilizar Facebook (por nombrar una plataforma social de tantas), cambiaría la escala de incentivos que hace que hoy diseñadores y programadores prioricen engarcharnos en lugar de ayudarnos a dedicar nuestro tiempo a lo que es importante.
Aunque honorable, el objetivo de Zuckerberg de conectar al mundo y crear una comunidad global es hoy incompatible con el modelo de negocio imperante entre las distintas plataformas que utilizamos. En poco más de diez años hemos logrado que miles de millones de personas acarreen en el bolsillo lo que en esencia es una máquina tragaperras –en ocasiones maravillosa máquina, no me malinterpreten- a la que dedicamos nuestro tiempo y atención.
A falta de regulaciones que nos protejan de plataformas que explotan nuestro narcisismo inherente y tendencia al enganche, tan solo se me ocurren un par de vías ante lo que se avecina: adquirir un troncomóvil y volver al pleistoceno sin el peligro ya de engancharme a hacer perdidas como una loca ya que ahora no es lo que está "in"; o darme a lo que viene y asumir que no tenemos remedio, que a los seres humanos nos gusta demasiado... gustar.
¡Ay de nosotros!