Estados Unidos no tiene nada que ver con lo que fue
El pasado 22 de febrero aterricé a eso de las 14:30 en el aeropuerto de Houston, en Estados Unidos, procedente de París. Tenía que ir a un coloquio de la Texas A&M University (College Station), donde he sido invitado en varias ocasiones estos últimos años. En la ventanilla de inmigración, una funcionaria me deniega la entrada y me lleva a una sala contigua para un control. Sin explicaciones. Una treintena de personas esperan a que alguien se pronuncie sobre su suerte. Observo de forma maquinal una cierta frecuencia en las entradas y salidas.
Al cabo de tres cuartos de hora -mientras que la mayoría de los que esperan salen sin problema- un joven agente de policía me pide que le siga a un despacho particular. Comienza entonces un interrogatorio informal. Le pregunto que por qué estoy ahí. Me responde: "Control aleatorio" (random check). Me pregunta que qué voy a hacer en Estados Unidos. Le enseño entonces la carta de invitación de la universidad. ¿Es remunerada esta intervención? Lo confirmo; esa es la regla en muchas universidades norteamericanas. Me objeta que sólo tengo visa turística y no un visado específico de trabajo. Le respondo que no lo necesito, ya que la universidad se ha ocupado, como de costumbre, de las formalidades y, sobre todo, que lo hago así desde hace treinta años y que nunca he tenido el menor problema.
Su actitud se pone más sospechosa. Examina mi pasaporte, observa que me he beneficiado recientemente de una visa "J1", que conceden principalmente a los universitarios. En efecto, he sido profesor invitado en la Universidad Columbia de Nueva York desde septiembre de 2016 hasta enero de 2017. Me dice que entonces he ido a trabajar "ilegalmente" con un visado caducado. Intento explicarle que mi situación no tiene nada de anormal; que si no la universidad no habría podido invitarme, pero nada. Al no tener un documento federal que me autorice a trabajar en Estados Unidos, estoy cometiendo una infracción. La decisión será confirmada más tarde por su superior jerárquico, a quien no tuve la posibilidad de ver.
Ahí entramos a otra dimensión. El policía me hace prestar juramento y me somete a un extenso interrogatorio: preguntas sobre mi padre, mi madre, mi situación familiar... Y me repite las mismas preguntas una decena de veces: que quién me contrata, que dónde vivo... Tengo la copia del acta. Me toma todas las huellas, que ya están registradas en el sistema (como las de todos los visitantes). Me hacen un cacheo, pese a mis protestas. "Es el procedimiento", me replica. Entonces me informa de que voy a ser deportado y que me van a meter en el próximo avión que vaya para París. Añade que no podré volver a entrar al país sin un visado particular. Estoy estupefacto, pero no puedo hacer nada más que avisar a mi compañero de la universidad. El policía me pregunta si quiero contactar con el Consulado de Francia en Houston. Respondo de forma afirmativa, pero es él quien marca el número, varias horas después (alrededor de las 19 horas), del teléfono estándar, y no del urgente, así que nadie responde. También me indica que no consigue contactar con Air France para mi billete. Ya hace casi cinco horas que estoy detenido y entiendo que hasta el día siguiente no pasará nada.
Tras esto, me preparo para pasar otras diez o veinte horas instalado sobre una silla, sin teléfono -su uso está prohibido-, antes de poder ocupar un sillón un poco más adaptado a la situación de personas que han efectuado un largo viaje. Cada hora pasa un funcionario para ofrecernos de beber o de comer y nos hace firmar un registro como que hemos aceptado o rechazado la propuesta. Pese a la tensión, observo lo que ocurre en este lugar insólito, a la vez sala de espera anodina y zona de retención. Si bien la mayoría de los policías adoptan un tono reglamentario (no descortés), algunos se burlan discretamente observando a esa población heterogénea bajo su control. Una policía riñe a una mujer cuyo hijo de tres años no deja de correr por todas partes. Un hombre se levanta para preguntar cómo va la situación. Tres agentes le gritan que se siente inmediatamente.
A eso de las 21 horas, quedan cinco personas somnolientas e inquietas: un africano que no habla bien inglés y los demás de origen latinoamericano. Aparentemente, soy el único europeo, el único "blanco". Entre tanto llegan dos oficiales de policía. Se dirigen al señor que está sentado delante de mí, posiblemente mexicano. Le enseñan un billete de avión y le dicen que se lo van a llevar. Le invitan a levantarse, le esposan, le atan a la altura de la cintura y de los tobillos. No creo lo que ven mis ojos. Me atraviesan la mente imágenes de esclavos: la policía que le pone los grilletes en los pies es afroamericana, y se la ve levemente molesta. Imagino el tiempo que va a necesitar para llegar a la puerta de embarque. Sobre todo, me pregunto si esa es la suerte que me espera. Prefiero creer que el hombre ha cometido un delito grave. Luego me entero de que "ese es el procedimiento". Al parecer, ese procedimiento –propiamente indigno– lo exigen las compañías aéreas. No estoy seguro de que las condiciones de expulsión sean más humanas en Europa.
La espera continúa, esta vez con una angustia real. A la una y media de la mañana -ya hace más de 26 horas desde que salí de mi domicilio parisino- veo una cierta agitación. Una policía se me acerca y me pregunta cuál es mi destino final en Estados Unidos y si alguien me espera en el aeropuerto. Respondo con un toque de irritación -a evitar totalmente en este tipo de situaciones- que el chófer de la universidad seguramente se habrá ido... Me pide entonces que no me duerma, pues me van a llamar. Unos minutos más tarde, un policía con tono amigable me devuelve el teléfono y el pasaporte, debidamente sellado, y me declara autorizado a entrar en Estados Unidos. Se levantan las restricciones que me han sido impuestas, añade, sin que yo sepa qué es lo que va a quedar en sus ficheros. Me explica que el funcionario que ha examinado mi dossier no tenía experiencia ni sabía que ciertas actividades, entre ellas las ligadas a la investigación y a la enseñanza, se benefician de un régimen de excepción y pueden realizarse perfectamente con una visa turística. "No lo sabía". Aturdido, le pregunto, o más bien declaro, que era un error. No me responde. Simplemente, me da a entender que él vio el problema cuando entró a su puesto al caer la noche. Tendrá la amabilidad de acompañarme a la salida de un aeropuerto totalmente desierto y de darme la dirección de un hotel de la zona. En ningún momento, ni él ni sus colegas piden disculpas.
En realidad, mi liberación no tiene nada de fortuito. Es consecuencia de la intervención de mi colega a través del presidente de la Universidad de Texas A & M, de una profesora de Derecho encargada de cuestiones de inmigración, y de varios abogados. Sin ellos, me habrían llevado esposado, encadenado y engrilletado a la puerta de embarque para París.
Como historiador de profesión, desconfío de las interpretaciones precoces. Este incidente ha ocasionado para mí cierto incomodo, y es difícil negarlo. Sin embargo, no puedo evitar pensar en todos los que sufren estas humillaciones y esta violencia ilegal sin las protecciones de las que yo he podido beneficiarme. Cada vez me doy más cuenta de que he vivido la expulsión y el exilio desde mi infancia. Para explicar lo ocurrido, he vuelto a estas conjeturas. ¿Por qué el control aleatorio recayó sobre mí? No lo sé, pero no es fruto del azar. Mi "caso" presentaba un problema incluso antes de examinar mi visa en profundidad. Quizás era por mi lugar de nacimiento, Egipto, quizá mi cualidad de universitario, quizá mi visado de trabajo recientemente expirado -y que aquí no tenía nada que ver-, quizá también mi nacionalidad francesa. Quizá también el contexto. Y aunque hubiera cometido una falta, lo cual no era el caso, ¿merecería ese tratamiento? ¿Cómo explicar ese celo excesivo de los policías si no por su preocupación por cumplir la cuota y por justificar, de paso, esos controles en aumento? Por todo ello, yo era más "interesante", teniendo en cuenta que no entraba en la categoría habitual de personas "deportables". Esa es la situación a día de hoy. Ahora, al otro lado del océano hay que hacer frente a la arbitrariedad y a la incompetencia más absolutas. No sé qué es peor. Lo que sí sé es que, por mucho que quiera a este país, los Estados Unidos ya no son los Estados Unidos.