El 25-S y la mayoría silenciosa
Resulta muy fácil empezar este artículo llamando la atención a Mariano Rajoy sobre el peligro que las "mayorías silenciosas" han representado siempre para cualquier democracia. No es solo indicio de una preocupante falta de sensibilidad hacia la dimensión política de la sociedad civil realmente preocupante, sino de ignorancia histórica.
Mariano Rajoy interviene durante la Asamblea 67 de las Naciones Unidas en Nueva York, el martes 26 de septiembre. JUSTIN LANE / EFE
Resulta muy fácil empezar este artículo llamando la atención a Mariano Rajoy sobre el peligro que las "mayorías silenciosas" han representado siempre para cualquier democracia. Considerar que en este preciso momento los problemas de la sociedad española se solucionarían si todos siguiéramos el ejemplo de aquellos "que no se manifiestan, que no salen en las portadas de la prensa y que no abren los telediarios"; de esa "inmensa mayoría que está trabajando, el que puede, dando lo mejor de sí para lograr ese objetivo nacional que nos compete a todos, que es salir de esta crisis" no es solo indicio de una falta de sensibilidad hacia la dimensión política de la sociedad civil realmente preocupante, sino de ignorancia histórica.
¿Acaso Rajoy se está refiriendo a la sociedad silenciosa que vivió bajo el franquismo -recordemos el consejo de Franco: "haga como yo, no se meta en política"- o a los hombres y mujeres autodenominados "apolíticos" que, concentrados en su trabajo y en su vida privada, miraban a otro lado en el contexto del avance nacionalsocialista en la República de Weimar? Hoy, como siempre, lo que prepara el terreno a la barbarie no crece necesariamente al margen de la sociedad, sino en su propio núcleo. Crece en la indiferencia hacia la política y en el aislamiento individualista del tejido social, precisamente aquellos valores que el perfil psico y sociológico de Rajoy pone en primer plano, vistos su desprecio hacia el activismo ciudadano y su contumaz aprecio por quienes procuran "no significarse" demasiado.
Parece un hecho que el tono afectivo de nuestros días es de desorientación y miedo. La actual insatisfacción apenas deja ya espacio al repliegue protector en los pequeños placeres de la vida privada y la realidad aparece para la mayoría cada vez más marcada por una dureza y una sucia obscenidad apenas comprensibles hace algún tiempo. Vivimos en una encrucijada, en efecto, pero desde que constatamos que nuestro malestar carece de toda sintonía con la marcha superflua de la actividad parlamentaria convencional, estamos obligados a tirar del freno y reclamar una mayor intensificación de la política.
No deja de ser llamativo que los mayores detractores de la "ingeniería social" del pasado siglo, los liberales, estén desplegando en diversos laboratorios, entre ellos, el de España, una nueva fase del experimento orientado a subordinar el Estado de Derecho, sus precarias conquistas sociales y sus instituciones a la dinámica de los mercados y de la política como mera gestión empresarial. No es casual que Rajoy guste de comparar España con una pequeña empresa o con una familia de a pie.
Frente a este contragolpe, ya iniciado en la década de los setenta, no necesitamos de ningún modo a mayorías silenciosas, sino personas como Alberto Casillas Asenjo, el camarero que permitió que un montón de manifestantes se cobijaran de las cargas indiscriminadas que la policía estaba realizando en su bar. Alberto, que reconoce haber votado por Rajoy, "pero no por esta forma de gobernar", decidió no ser mayoría silenciosa el 25S. Tal vez porque, como otros muchos, comprendió ese día que la "extrema agresividad" con la que se aplicaría, según el ministro De Guindos en Bruselas, la reforma laboral del Gobierno, podría tener entre sus consecuencias la absurda y desproporcionada actuación del cuerpo de antidisturbios en la estación de Atocha.
Necesitamos a personas como Isabel, que esa misma tarde atendió, arriesgando su integridad física, a una participante de la manifestación que, tratando de escapar "de la ratonera en la que se había convertido Neptuno", había sido disparada "deliberadamente y sin tapujos a la cabeza con una pelota de goma a una distancia no mayor de 10 metros". Cuando esta persona estaba desorientada y herida, Isabel la arrastró "a trompicones" a un garaje donde practicó "unos rudimentarios primeros auxilios".
No, no necesitamos a "mayorías silenciosas", sino a ciudadanos como Rafa, quien, en el momento de más tensión, interpuso su cuerpo entre los descerebrados que reventaron, con y sin infiltrados, la pacífica manifestación que transcurría hasta entonces, desactivando el mensaje de desobediencia civil no violenta que se trataba de lanzar, y el cuerpo policial; o como el individuo anónimo que repartía el día 26 por Neptuno una octavilla invitando a la reflexión sobre los aciertos y errores de organización cometidos el día antes y así evitar la funesta imagen de violencia que ha desplazado el debate político sobre el "secuestro" de la democracia española que se trataba de visibilizar con la acción hacia otros asuntos, pongamos, más sensacionalistas. Los medios aún serios aquí deberían hacer un ejercicio de autorreflexión: ¿por qué la profusión de vídeos de las cargas dejó de lado toda información sobre el sentido de la acción?
Llamar héroes a estas personas sería injusto porque su labor es mucho más importante que la de ser salvadores o líderes: ellos son el ejemplo de la fortaleza de la sociedad civil y de su compromiso con una sociedad no dinamitada en sus elementales condiciones de supervivencia por la lógica unilateral y ferozmente insolidaria de la economía política de los afectos característica del neoliberalismo. Estos gestos no silenciosos y la cuestión de fondo que sacó de forma cívica y responsable a la calle a miles de personas -la denuncia de ocupación efectiva de nuestra capacidad de decisión política- han quedado fuera de foco bajo el impacto mediático de las escenas violentas que durante el 25S desgraciadamente se produjeron a lo largo de la jornada.
Sería un grave error desatender esta voz política de la ciudadanía y escudarse en la criminalización y marginalización del movimiento para, como casi siempre, no impulsar debates de mayor calado sobre la pérdida de consistencia real de nuestras instituciones. El apoyo que la convocatoria ha tenido por parte de diputados y grupos parlamentarios corrobora asimismo que la iniciativa no buscaba, como han insistido sus organizadores hasta la saciedad, "ocupar" literalmente el Congreso, sino llamar la atención, rodeándolo simbólicamente, sobre el creciente abismo que existe entre este y la ciudadanía y el secuestro de nuestra democracia real bajo los poderes económicos.
No es extraño, por tanto, que, frente a la intimidatoria actitud de la inefable delegada de Gobierno, Cristina Cifuentes o de Dolores de Cospedal, que tildaron de "golpistas" a los convocantes del 25S, fuentes judiciales hayan expresado la "perplejidad" de los jueces tanto de la Audiencia Nacional como los de Plaza de Castilla ante la indefinición de la Policía y la falta concreta de acusación. La insistencia de políticos, como Rosa Díez y otros, en repetir el falso mantra de que la convocatoria pretendía ocupar literalmente el Congreso, es, sencillamente, un acto de mala fe o de desinformación. Pero apelar, en esta situación, de manera paternalista, a "mayorías silenciosas" equivale a promover la desafección hacia la política y a desincentivar la obligación cívica de participar activamente en la construcción de nuestro futuro.