Hasta siempre, hermano
Antonio Aramayona gozó una buena vida y una vida buena. Alcanzó a ser libre hasta donde la libertad alcanza y me enseñó, como a tantos amigos y amigas, a comprender el sentido de esa libertad desde el afecto más que desde la razón. Vivió libre, tan libre como murió cuando consideró su vida cumplida.
En muy contadas ocasiones nos es dado compartir camino y vida con alguien armado de tan firmes convicciones que, incluso sin pretenderlo, interpelan permanentemente a las nuestras. Alguien capaz de acompasar su estar con la medida de su ser. Capaz de mostrarnos que es posible hacer coincidir lo que se piensa con lo que se hace; lo que se quiere, con lo que se debe.
Como él gustaba repetir, Antonio Aramayona gozó una buena vida y una vida buena. Alcanzó a ser libre hasta donde la libertad alcanza y me enseñó, como a tantos amigos y amigas, a comprender el sentido de esa libertad desde el afecto más que desde la razón. Vivió libre, tan libre como murió cuando consideró su vida cumplida.
Tal vez algún bienpensante -desnortado lector de El Huffington- dictará de inmediato anatema si afirmo que Antonio amó la vida mucho más intensamente que la mayoría. Pero el caso es que lo hizo hasta su último aliento, hasta abandonarla por su libre voluntad.
Compartíamos la certeza de que nadie es completamente dueño de su vida sin serlo de su muerte. Lo fuiste con la plena lucidez que nos trasmitiste en tu última lección: el amor y el dolor son inseparables.
Hasta siempre, hermano.