Al alba del 27 de septiembre
Desde aquella distante fecha de los últimos cinco fusilamientos del régimen franquista, no he dejado de preguntarme, cada vez que se cumple un aniversario más de aquel alba de sangre, por la vida de los ejecutores y su discurrir a lo largo de estos decenios.
Han pasado unos días desde el aniversario de la fecha en que fueron ejecutados, hace ya 39 años, las últimas víctimas de la dictadura franquista. Muchas veces me pregunté por la vida de los ejecutores de esos cinco últimos asesinatos cometidos el 27 de septiembre de 1975. Como muchos españoles jóvenes en esos años, llegué a pensar con horror y error que quienes fusilaron a aquellos dos jóvenes militantes de ETA y tres del FRAP, enfrentándose a la oposición de la opinión pública internacional encabezada por el propio pontífice de Roma, podrían haber sido soldados de reemplazo, algo que por generación me hubiera podido tocar. Creo estar convencido de que jamás hubiera cumplido tal orden, fuera cual fuese la identidad y los cargos que pesaran sobre los condenados.
Pero no, quienes cometieron esos últimos crímenes de Estado bajo el mandato del dictador, teniendo en contra a los quince países europeos que retiraron a sus embajadores en España en señal de protesta, fueron guardias civiles y policías nacionales del servicio de información, que se presentaron a cumplir ese cometido de modo voluntario.
A Juan Paredes Manot (Txiqui) lo fusilaron en el cementerio de Collserolla, en el extrarradio de Barcelona. A Ángel Otaegui, su compañero de ETA, lo mataron en la prisión de Burgos. A los tres restantes, miembros del FRAP, José Luis Sánchez Bravo, José Humberto Baena Alonso y Ramón García Sanz, los ejecutaron en el campo de tiro de Matalagraja, en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares.
Fueron tres, en este último caso, los pelotones de policías y guardias civiles -compuestos cada uno de diez números, un sargento y un teniente- que se encargaron respectivamente de las ejecuciones. Insisto en que todos sus integrantes se presentaron con carácter voluntario. Según cuenta Alfredo Grimaldos en su excelente libro Claves de la Transición 1973-1986 (para adultos), ningún personal civil presenció los fusilamientos, salvo -en el caso de los tres últimos- el párroco de Hoyo de Manzanares, a quien despertaron de madrugada en su casa para que diera la extremaunción a los tres condenados, pese a que ninguno de ellos era creyente.
Un cuarto de siglo después de presenciar aquellas muertes, don Alejandro contó en el programa Crónica de una generación, elaborado por El Mundo TV para Antena 3 y en el que el propio Grimaldos, con los periodistas Antonio Rubio y Manuel Cerdán figuraban como investigadores, que además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes "había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones y algunos se acercaron a mí para amenazarme", apuntó el cura: "Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los chicos fusilados, aún respiraba. En ese momento se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó. No he dejado de tener pesadillas ninguna noche de mi vida".
Desde aquella distante fecha no he dejado de preguntarme, cada vez que se cumple un aniversario más de aquel alba de sangre, por la vida de los ejecutores y su discurrir a lo largo de estos decenios, pues creo que si don Alejandro no pudo liberarse de las pesadillas ni una sola noche de su vida por haber asistido a los fusilamientos, otro tanto debería haberles ocurrido, como mínimo, a quienes se prestaron voluntariamente a ejecutar la máxima pena. ¿Qué habrá sido de sus conciencias? ¿Habrá sonado en ellas alguna vez la canción de Aute?