Palabras clave
Mariano Rajoy, en un ejercicio de imprudencia, veinticuatro horas antes de que empezara la manifestación independentista del 11 de septiembre, osó tildarla de «algarabía». No puede decirse precisamente que acertara.
Indisolubilidad
El artículo segundo de la Constitución española reza: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.»
La redacción es nítida y transparente: reconoce o delata la fragilidad de la unidad que canta, porque si no, ¿a santo de qué los padres de la patria (sí, parece mentira visto en perspectiva, pero lo cierto es que la pobre no tuvo ninguna madre) se hubieran visto en la necesidad de anteponer el adjetivo «indisoluble» a «unidad»? y como si no bastara, un poco después, hemos visto que la redacción de este mismo artículo añade otro adjetivo muy parecido, «indivisible», que siembra dudas sobre la pretendida amplitud y fortaleza de la nación como patria común.
Cualquier persona que haya subido a un avión o asistido a un concierto ha oído aquello de que «los móviles tienen que permanecer completamente apagados». Este «completamente» sólo sirve para poner de manifiesto la actitud laxa y diletante que tiene parte del pasaje o del público respecto a la orden de apagarlos.
Constitución
Hace ya algún tiempo que en los interconectados mundos de la política patria y de los medios de comunicación cuando a alguien no le gusta lo que dice, lo que piensa, lo que quiere, otra formación, otra política o político, alguna institución, algún sector de la sociedad etc., blande la Constitución como si de una arma se tratase para intentar segar cualquier anhelo, para intentar matar todo deseo contrario a sus intereses. Incluso lo practica gente que cuando se redactó la Constitución estuvo beligerantemente en contra (quizás porque a sus ojos no era suficientemente unionista).
Parece que olviden dos detalles. El primero, la capacidad y posibilidad que tiene cualquier constitución de ser cambiada, que se lo pregunten, si no, por ejemplo, a la alemana. El segundo, es la enorme facilidad con la que gente que ahora la presenta como inamovible ha modificado esta misma constitución sobre la que nos había vendido la idea de que cambiarla era más complicado y largo que acabar la Sagrada Familia. El verano de 2011, cambiaron el artículo 135 --un artículo, por cierto, no menor-- cuando les vino en gana, con agostidad y una celeridad insólita. (Ya sé que puede parecer cogido por los pelos, pero a mí me recuerda aquella gente, santa inocencia, que cree que un diccionario no puede cambiar.)
La misma gente que esgrime la Constitución, suele acompañar esta, digámosle, argumentación, con la amenaza de todo el peso de la ley. No hay que tener mucha memoria, la dictadura franquista está llena de ejemplos de cómo la gente cometía ilegalidades que en este momento son simplemente libertades elementales.
Prioridad
Uno de los argumentos más casposos, antiguos y de manual que se usan cuando alguien no quiere hacer o tener en cuenta algo es desautorizarlo alegando que no es prioritario, con la que, además, evita cobardemente dar la cara, es decir, argumentar en contra. A veces, se complementa la cuestión de la prioridad con la palabra «importante».
Argumento que las mujeres hemos sentido una vez y otra en nuestra piel, con esta argucia hemos visto a menudo como una u otra demanda era postergada. Hay un bello ejemplo, si no me confundo, en la película La sal de la tierra, donde se arguye para desdeñar las reivindicaciones que las mujeres plantean en ella. En la anterior legislatura se usó una y otra vez para mantener una ley de interrupción voluntaria del embarazo que no era de ningún modo una ley de derecho al propio cuerpo; pasó y pasa con el derecho a voto en muchos países; la mayor parte de revoluciones aparcan las reivindicaciones femeninas hasta otro día. Para acabar de redondear la excusa de la poca prioridad, a veces se añade que no hay demanda en la calle para que se cambie (la ley o lo que sea), que no hay clamor social. Curiosamente, la gente que ahora no se saca de la boca las palabras indisolubilidad, constitución o prioridad, se ha olvidado del peso que puedan tener el clamor o la demanda masivas.
Algarabía
Mariano Rajoy, en un ejercicio de imprudencia, veinticuatro horas antes de que empezara la manifestación independentista del 11 de septiembre, osó tildarla de «algarabía».
Si mirásemos el diccionario normativo veríamos que algarabía quiere decir entre otras cosas: «3. Gritería confusa de varias personas que hablan a un tiempo. 4. Manera de hablar atropelladamente y pronunciando mal las palabras. 5. Enredo, maraña». Por cierto, que usó también la palabra «lío», es decir, un sinónimo de «enredo» y «maraña». No puede decirse precisamente que acertara.
Se ve que tuvo una visión tan poco premonitoria como la que en 2002, cuando era vicepresidente, es decir, cuando tenía también una gran responsabilidad política, le hizo bautizar una marea negra como «hilillos de plastilina» y quedarse tan orondo. Mariano Rajoy, que tiene una gran tendencia a utilizar expresiones, a mi entender decimonónicas, irritantes y muchas veces discriminatorias, ya sea cuando apela a «todos los hombres de bien de este país», ya sea cuando proclama que realizara «una política económica como Dios manda» o cuando se ufana de que él sí que es un político con «sentido común», tendría que vigilar que alguna de estas frases que dice con tanta satisfacción no se convierta algún día en su Waterloo.
Este artículo está disponible también en catalán.