Besamanos y acatamientos
Tuve la suerte de que la noche en la que el rey, a principios de enero, concedió graciosamente una entrevista a un periodista, yo estaba en Llansà con una amiga que tenía mucho interés en verla. Digo suerte, porque fue todo un espectáculo.
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Tuve la suerte de que la noche que el rey, a principios de enero, concedió graciosamente una entrevista a un periodista, yo estaba en Llansà con una amiga que tenía mucho interés en verla.
Digo suerte, porque fue todo un espectáculo.
En primer lugar, por el periodista que -digámoslo de este modo- la conducía. Se trataba de Jesús Hermida. Es difícil hallar preguntas más tontas y vanas en la historia de las entrevistas que las que le hizo el periodista (en realidad, era siempre una misma pregunta con variantes); fue todo un espectáculo también ver cómo se le dirigía: le hablaba muy y muy despacio, vocalizando en exceso, como si el otro fuera una criatura o memo. De todos modos, daba lo mismo porque el rey, le preguntara lo que le preguntara, contestaba lo mismo, iba a piñón fijo, a su bola.
El periodista, preguntaba casi arrodillado, un pestilente servilismo lo empapaba todo y casi se desnuca a base de acatamientos a cabeceos o, mejor, a cabezazos -el día después de la fumata blanca, se detecta un servilismo similar por parte de la prensa que habla del nuevo Papa, que, por cierto, vuelve a ser de sexo masculino-. Hermida se le dirigía reiteradamente (supongo que alguien habrá tenido la paciencia de contar las veces) con un «majestad», un «vuestra majestad» o un «señor» y, según como se mire, esta última denominación lo convertía si cabe aún en más vasallo. Porque aquí radica uno de los quid de la cuestión. Y además no ayudaba en absoluto, claro, que el otro le fuera tuteando sin piedad. Justamente ya la misma cuestión del tratamiento pone de manifiesto que no hay salida: es un trato a todas luces desigual y, por tanto, antidemocrático en dos personas adultas de la misma edad, ocurre, sin embargo, que está en la base de la misma naturaleza de la realeza tratar al resto de la población como vasalla. Hermida (cualquier otra persona) no es a sus ojos más que un súbdito, el soberano es él. Si no lo hiciera así, no sería realeza. No hay aggiornamento posible. Si es realmente el rey, debe tratarlo así y de ningún otro modo, y si las circunstancias hacen que deba dejar de tratarle así, se dinamitan los cimientos y la existencia misma de la monarquía, en eso no hay vuelta de hoja.
La entrevista puso también de manifiesto que el rey ha pisado mierda. Si me permiten un símil futbolístico, diré que le pasa lo contrario que a un jugador de fútbol que responde al nombre de Iniesta. Este año, el jugador hace pases, chutes y sobre todo regates y algo que se ha dado en llamar «croquetas» (que se saborean pero no se comen), que no sólo son imposibles sino que desafían, además de toda lógica, las más elementales leyes de la física; vaya, que le sale todo, es decir, está en real estado de gracia. El rey, desde la infausta cacería, quizás ya de antes, está en un real estado de desgracia. Lo que hace, lo que dice, se le vuelve ineluctablemente, implacablemente, en contra.
Tan sólo iniciar la entrevista cometió dos pifiadas tan elementales y básicas que no se entiende como a la Casa del rey se le escaparon. En primer lugar, habló en pasado cuando dijo, por ejemplo: «El apoyo que he tenido de los españoles»; ¡ay! el largo trecho que hay de un «tengo» a un «he tenido»...; aunque le preguntara por el pasado, no importaba. En segundo lugar, que él mismo de buenas a primeras se viera en la obligación de proclamar: «me encuentro en buena forma» es una prueba inequívoca de que o no está en forma, o piensa que la gente cree que no lo está (o una combinación de ambas cosas). ¿Por qué no se lo hicieron afirmar a Hermida? Tal como fueron las cosas, se habría prestado diligente.
Se necesita tener hígado y ser corta de vista para afirmar que lo que ha conseguido (él y su generación, como si toda la generación hubiera hecho lo mismo al mismo tiempo), que lo que ha realizado, que lo que ha posibilitado, es hacernos llegar donde estamos ahora. ¿Pero que no ve a dónde hemos llegado, en dónde estamos? Que, además, para describirlo usara más de una vez la palabra «próspera» es sangrante.
Más adelante, fue incapaz de decir la palabra, cuando hablaba del papel que él hizo en la transición del franquismo al nuevo régimen. Habló literalmente de «la responsabilidad que me caía encima de entroncar una monarquía con otro sistema después de cuatro décadas». Este «otro sistema» era lo que eufemísticamente llamaban «el régimen» --¡qué amarga, ácida y avinagrada dieta!--; tiene nombre: los dos más claros: «dictadura» o «franquismo». Lamentable.
Como lastimosa fue la referencia al heredero. Parecía un padre (o un abuelo) hablando del niño mientras mira cómo juega un partido de baloncesto. Otro intento fallido de mostrarse cercano y natural, aquella cualidad que tantas veces se le ha atribuido y valorado: la «campechanía».
Por si fuera poco, otras dos instituciones estatales en estado de descomposición terminal, el PP y el PSOE, se han compinchado para dejar la monarquía fuera, al margen, de la ley de transparencia. Si la monarquía tuviera dos dedos de frente, debería obligarles, ni que fuera plebeyamente a gritos, a que la incluyeran en ella.