¿Y... qué vamos a hacer cuando todos seamos influencers?
Ahora que todos somos coaches y ya no tenemos a nadie a quien asesorar, parece que el nuevo objeto de deseo es convertirnos en influencers.
Influencer es una de las palabras de moda y, desde luego, la aspiración de legiones de personas, la mayoría de ellas post-millennials. Es un término relacionado con el brillo y la fama, con tener decenas o cientos de miles de seguidores, y desde luego con provocar admiración y cierta envidia. Los influencers se muestran ante nuestros ojos como personajes que parecen disfrutar de cada minuto de su existencia, tan felices como profundos, aparentando conocer todos los secretos de la vida. Por si eso fuera poco, se publican constantemente datos sobre las escalofriantes cantidades que reciben de las marcas por crear imágenes vinculadas a ellas. Los influencers parecen ser como el Rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba.
De nada han valido opiniones críticas frente a este fenómeno, o acciones como la de Human to Human, una agencia que creó una influencer falsa comprando cien mil seguidores con tan solo quinientos euros. De modo completamente sorprendente, tras tres semanas de haber creado el perfil, cuando la cuenta había conseguido treinta mil seguidores, diferentes marcas comenzaron a contactar con ella para ofrecerle campañas e invitarla a eventos. Y la cuestión es: ¿tienen las organizaciones capacidad crítica? La respuesta, como en la canción de Dylan, se queda flotando en el aire.
Y, como siempre que hay interés en algo que proporciona cuantiosos ingresos, hay alguien que parece poder enseñarlo, ha aparecido incluso un programa de formación que quienes quieran convertirse en influencers pueden cursar, lo que ya ha provocado alguna crítica en el sector.
La pregunta es qué ocurrirá cuando todos seamos influencers. Cuando todos tengamos decenas o cientos de miles de seguidores y nadie esté ya dispuesto a ver nuestras fotografías, o leer nuestros mensajes, porque cada uno estará demasiado ocupado creando los suyos. La respuesta es muy clara: cuando eso ocurra la burbuja, una más, habrá estallado, y ser influencer carecerá de valor alguno.
Mientras tanto, quizá tenga sentido crear algunas líneas de reflexión como, por ejemplo, las siguientes:
- Siempre han existido personas cuyo criterio ha sido capaz de influenciar el pensamiento de otros. Platón desde luego era influencer, y por supuesto Newton y Gandhi. El hecho de que ahora nos hayamos inventado una palabra para describir ese fenómeno no lo hace nuevo en sí mismo.
- Ser influencer no es una profesión. Es una posible consecuencia de una profesión. Para influir, sea sobre lo que sea, hay que generar una idea, elaborar un relato, crear una perspectiva. Por superficial y frívola que sea. En ausencia de contenido relevante, pretender ser influencer resulta tan arrogante como pueril.
- En consecuencia, nadie debería tener como objetivo primordial ser influencer. Nadie duda de que haya herramientas y formas concretas de actuar para que el contenido llegue a la audiencia ni de que, hoy día, conocerlas sea casi tan importante como crear el contenido en sí mismo. Sin embargo, resulta absurdo tener una legión de seguidores a los que no se tiene nada interesante que decir.
- Luchar por quince minutos de fama, lo dijera Andy Warhol o no, es un potencial generador de frustración, y a veces algo peor. Resulta dramático a la vez que insólito que haya personas que pierdan la vida intentando hacerse una fotografía en una situación extrema.
Tal vez deberíamos, una vez más, volver la mirada hacia nuestro interior para preguntarnos, por ejemplo, si somos influencers de nosotros mismos. Es decir, si realmente somos capaces de influirnos lo suficiente como para cambiar nuestro comportamiento y, esta vez sí, aprender idiomas, hacer un poquito más de ejercicio o dedicar más tiempo a nuestros seres queridos. Pero claro, eso sí que es difícil.
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